'Realismo con principios': Trump, Irán y Arabia Saudí

La reciente gira de Donald Trump por Oriente Medio deja a Estados Unidos donde estaba: la Administración sigue comprometida con la contención de Irán y filosóficamente adopta un enfoque pre 11-S para combatir la militancia islámica suní. Los líderes árabes suníes tienen motivos para estar contentos. Por mucho que el candidato Trump quisiese evitar guerras y costosas alianzas, es evidente que el presidente Trump no va a dejar abandonado el sur de Oriente Medio ante la agresión iraní. Su discurso sobre el islam en Riad, que tenía que ver con la República Islámica más que con cualquier otra cosa, sugería que no le impresiona especialmente la reelección de Hasán Ruhaní, el presidente iraní tan afecto a la inversión extranjera.

Los árabes del Golfo, que no tienen ni idea de cómo controlar a un Irán en auge que comanda milicias chiíes en el Levante e Irak, tenían pánico a que Washington volviese a ser víctima de los cantos de sirena de los moderados de Teherán. El discurso de Trump, pronunciado dos días antes de las elecciones iraníes, calmó la ansiedad árabe sobre los taimados persas, el atractivo mercado iraní y los encanto de los rusos proiraníes. La disposición de Trump a vender armamento estadounidense a los árabes suníes (una vieja propensión bipartisana) y su desinterés por las violaciones a los derechos humanos por parte de los asistentes a la conferencia antiiraní del rey saudí también tranquilizaron a los líderes árabes respecto a que Trump no será como Bush, una espada de doble filo que corte a los árabes autoritarios más aún que a los mulás persas.

Sin embargo, no es más probable que el realismo con principios de Trump vaya a vigilar más que la realpolitik temerosa y políticamente correcta de Barack Obama al régimen clerical de Teherán allí donde más importa: en Siria. Trump parece demasiado incapacitado ideológicamente para atacar el punto más débil de la República Islámica, la política doméstica, donde se ha descubierto una verdadera disidencia prodemocrática tras la campaña presidencial. Y Trump no ha mencionado públicamente ni una vez, ni en Riad ni en Jerusalén, el acuerdo nuclear de Obama, que la Casa Blanca ha decidido mantener. Para los que querían que Trump rebajase la importancia estratégica del acuerdo, e impidiera que dominase la política exterior sobre Oriente Medio como en tiempos de Obama, tuvo que ser una señal desconcertante. Nadie expresó más ostensiblemente sus temores por la política nuclear de Obama que Israel y Arabia Saudí; ninguno habría recibido mejor una crítica de Trump a los peligros del acuerdo.

Por supuesto, es posible que cuando termine de revisar su política sobre Irán, que no debería ir más allá de agosto, la Casa Blanca aborde con valentía el imperialismo chií de la República Islámica, su desarrollo de misiles balísticos de largo alcance y la bomba de relojería que es el Plan de Acción Conjunto y Completo (PACC), el cual contempla que Teherán podrá enriquecer uranio a nivel industrial en un plazo de trece años. Salvo que no es así como funciona Washington, ni siquiera en estos tiempos contracorriente. La Administración no se va a pasar meses certificando que los mulás han cumplido suficientemente los términos del acuerdo para después, al final de la revisión del mismo por parte de múltiples organismos, ir en dirección contraria. La inercia burocrática y el evidente temor del Pentágono a que vengativas milicias chiíes dirigidas por Irán tomen por objetivo a los soldados estadounidenses en Irak, donde están de servicio unos 6.000, debería ser más que suficiente para mantener el acuerdo –salvo imprevistos– hasta 2020.

El cálculo regional juega a favor del PACC. La Administración ya se ha acostumbrado al eje ruso-iraní que respalda al dictador sirio Bashar al Asad. Se ha acostumbrado a que decenas de miles de niños sirios mueran por armas convencionales (la muerte por gas sacudió a la Casa Blanca; la muerte por bombas de barril, no tanto). Parece incluso haberse acostumbrado al dominio iraní sobre Irak, un obvio foco de tensión para el consejero de Seguridad Nacional, teniente general H.R. McMaster, que tanto hizo para salvar a Irak de la insurgencia salvaje hace diez años. La idea de que la Administración vaya a emplear mano dura en otoño con los iraníes y los europeos, a los que claramente interesa más la promesa comercial de Irán que la amenaza de las cláusulas de extinción del acuerdo nuclear o la complicidad iraní en el asesinato de masas, y exija un acuerdo renegociado o suplementario para eliminar las flaquezas del PACC parece inverosímil. Esta sería una tarea desde múltiples frentes que requeriría una enorme concentración de voluntad presidencial. Aun asumiendo que el presidente Trump esté intelectualmente de acuerdo, y preparado para afrontar de antemano un revés en el ámbito internacional, por temperamento todo esto parece demasiado difícil. Como dijo sucintamente Ray Takeyh, del Council on Foreign Relations, sobre la perdurabilidad del PACC: “Una revisión retrasada es una revisión negada”.

El enfoque de Trump sobre los árabes sugiere igualmente que tampoco va a cuajar una política de línea dura con Irán. Aunque los medios no lo han destacado, el presidente hizo hincapié en Riad en un reparto de las cargas, tanto como lo hizo en Bruselas. Sería injusto insinuar que Trump pretende crear un nuevo Pacto de Bagdad con gran peso árabe contra la República Islámica (la alianza antisoviética original, creada en 1955 e ineficaz desde su nacimiento, nunca tuvo en realidad mucha aceptación entre los estadounidenses), pero no tan injusto. Haría falta imaginación para creer que los saudíes y los emiratíes, financiadores de la causa árabe antiiraní, podrían o deberían desempeñar cualquier papel sustancial en los enfrentamientos entre suníes y chiíes en el norte de Oriente Medio. Con sus bombardeos innecesariamente destructivos sobre el Yemen, sí pueden haber convertido a los huzis –hasta entonces una secta chií no especialmente radicalizada o globalizada– en soldados de a pie para las ambiciones iraníes. El cajón de sastre que es la alianza árabe-suní liderada por los saudíes en el Yemen está hecho unos zorros. Los saudíes no han demostrado coraje en el campo de batalla; y los emiratíes también han dejado claro que no pueden permitirse bajas.

Dejando a un lado la competencia y la constancia, ¿cómo podrían conseguir un resultado positivo en Siria o en Irak los países árabes del Golfo, amamantados como están en el wahabismo, la rama antichií más virulenta del fundamentalismo suní? Saudíes, cataríes y emiratíes han apoyado a varias organizaciones suníes radicales en Siria. No sólo porque el salvajismo de la guerra les ha dejado pocas opciones viables. Sin duda, el momento más extraño del discurso del presidente Trump en Riad fue cuando instó a los saudíes –entre otros– a expulsar a los extremistas de su seno. Sonando un poco como un padrino que invocara a Satán en un bautizo, Trump imploró a su audiencia: “ÉCHENLOS de sus iglesias. ÉCHENLOS de sus comunidades. ÉCHENLOS de su tierra sagrada. Y ÉCHENLOS DE ESTE PLANETA”. (Las mayúsculas las ha proporcionado la Casa Blanca). Sin ninguna duda, la mayoría de los saudíes no quiere que el terrorismo apunte a Occidente, con la posible excepción de Israel. Pero la sociedad saudí es una cornucopia de odios, fanatismos y hostilidades que los wahabíes –más que los miembros de cualquier otro credo suní– han alimentado durante 270 años. Los miembros de la realeza saudí han sido unos magníficos contorsionistas éticos. Wahabíes buenos exiliando a wahabíes malos sería, de todos modos, un empujón.  

Un buen argumento sería que una política estadounidense sensata en Oriente Medio debería dar la tranquilidad a los saudíes y demás jeques suníes del Golfo Pérsico de que Washington les cubre las espaldas, para que dejen de desplegar sus activos y su ideología por toda la región. Sin duda hay un lugar para los saudíes y los emiratíes en el área de las finanzas y el comercio, para asegurar que la élite en el poder en Irán y los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica, pilar militar del régimen y vanguardia de las aventuras bélicas de Teherán, son privados de inversión extranjera. Tienen formas más inteligentes de desplegar su considerable potencia financiera con los bancos europeos para desalentar la financiación de importantes proyectos iraníes. Pero en Oriente Medio siempre nos interesa que los saudíes hagan menos, no más, en cualquier alianza con Estados Unidos. Esto, por supuesto, no está en sintonía con el enfoque transaccional del presidente Trump en los asuntos exteriores.

No sabemos todavía qué quiere la Casa Blanca que hagan los saudíes en Oriente Medio. Probablemente no lo sabemos porque las mejores cabezas estratégicas de la Administración –menos aún el presidente– no han reflexionado a fondo sobre qué significa realmente una asociación árabe suní-estadounidense contra la República Islámica. Por muchas vueltas que se le dé, es difícil ver cómo el apoyo militar saudí, salvo que sea canalizado y controlado por soldados americanos, podría no ser contraproducente y ayudar al empeño –hasta ahora exitoso– de Irán de crear un realineamiento sectario en Oriente Medio. Hasta ahora, en Siria y contra el Estado Islámico la Administración Trump ha dejado a otros –principalmente a los kurdos y a los árabes suníes sirios– que lleven el peso en el campo de batalla. El Pentágono y el Consejo de Seguridad Nacional son sin duda conscientes de que los kurdos sirios se han alineado de facto con Damasco. La guerra de los kurdos sirios contra el Estado Islámico, como la guerra de los kurdos iraquíes contra el mismo, ya ha fortalecido la opinión popular kurda –especialmente en Irak– a favor de la independencia o de la estadidad. Ahora se puede esgrimir un argumento digno por una patria kurda iraquí. No está claro si Washington se da cuenta de que el Día del Juicio Final kurdo y un conflicto tremendo entre los árabes iraquíes y sirios y los turcos podrían estar a la vuelta de la esquina. Nuestros intereses a corto plazo (comprometer al mínimo las fuerzas estadounidenses) nos dejan en mala disposición ante una situación que podría obligar a Washington a elegir una opción decisiva y convulsiva para las asociaciones estratégicas en toda la región. Con Trump, parecen inevitables más elecciones estratégicas de este tipo.

Las declaraciones de Trump en Riad sugieren que la Casa Blanca tiene pocas intenciones de presionar a Irán mediante terceros. Esta parte del discurso del presidente podría ser reveladora:

Hasta que el régimen iraní no esté dispuesto a ser un socio para la paz, todos los países con conciencia deben trabajar juntos para aislar a Irán, negarle la financiación del terrorismo y rezar para que llegue el día en que el pueblo iraní tenga el gobierno justo y recto que merece.

Si esto sirve de lente para ver lo que piensa Trump, el futuro de la política estadounidense sobre Irán girará una vez más en torno a las sanciones.

Este es el enfoque menos beligerante, al menos con los iraníes. Sí implica, sin embargo, que Trump está dispuesto a arriesgar el acuerdo nuclear para castigar a Irán por sus siniestras actuaciones regionales. El PACC depende de un factor: contención atómica a cambio de alivio de las sanciones. Si Trump y el Congreso deciden golpear económicamente al régimen iraní por su comportamiento en el ámbito no nuclear, y siguen saliendo adelante iniciativas legislativas bipartisanas dirigidas contra la Guardia Revolucionaria, es obvio que la Administración ha decidido supeditar el acuerdo nuclear a una estrategia antiiraní más general en Oriente Medio. Puesto que es improbable que las sanciones estadounidenses cambien las tácticas y las ambiciones estratégicas de Irán, Trump estaría dando a entender que está dispuesto a reintroducir el poder duro americano contra Teherán, aunque en otras partes esté demostrando que no. Esta aparente contradicción se mantendrá con toda probabilidad hasta que el presidente decida si aprueba la venta de Boeings a Irán por valor de 17.000 millones de dólares, que, si se rechaza, también tumbaría la multimillonaria venta de Airbuses a Irán, debido al uso de componentes estadounidenses en los aviones europeos. Si permite el acuerdo de Boeing, que supondría miles de empleos en EEUU, la política del presidente Trump sobre Irán se convertirá en una simple versión retóricamente más estridente e intelectualmente más confusa de la del presidente Obama.

Eso dejaría el enfoque de Trump sobre la militancia suní como el único punto de divergencia con su predecesor. Sin embargo, también aquí el presidente logrará probablemente lo contrario de lo que pretende. En Riad, Trump dio a los monarcas del Golfo y al presidente vitalicio de Egipto, Abdel Fatah el Sisi, luz verde para seguir machacando a los disidentes. Esa opresión siempre crea su némesis musulmana: crecerá la oposición político-religiosa. No es casualidad que después del discurso de Trump en Riad Sisi sancionara una nueva ley que básicamente criminaliza a todas las organizaciones no gubernamentales. No es una coincidencia que los radicales egipcios que se alinean con el Estado Islámico hayan crecido en cantidad y ferocidad desde el golpe de Sisi en 2013 contra el Gobierno democráticamente electo de los Hermanos Musulmanes encabezado por Mohamed Morsi.

Buena parte de la derecha estadounidense se siente cómoda con lo que Trump intentó hacer en Riad: sacar a los árabes suníes de la depresión que les provocó Obama y hacer saber al régimen clerical de Teherán que Estados Unidos no le va seguir dejando vía libre. Si en esa transacción Washington abandona cualquier pretensión de interés por cómo se gobiernan los países musulmanes suníes, es un precio que vale la pena pagar, siempre y cuando Trump doblegue a la República Islámica. Hay un cierto cansancio intelectual en la derecha estadounidense respecto a las discusiones sobre las causas del terrorismo islámico que no derivan de la fe musulmana. La aversión del presidente Trump por el moralismo tradicional estadounidense (“No estamos aquí para sermonear; no estamos aquí para decir a otros cómo tienen que vivir, qué hacer, quiénes ser o a quién rezar…”) tiene sin duda sus seguidores entre aquellos a quienes incomodaba el énfasis de George W. Bush en la democracia y la libertad. Después de ocho años de corrección política del presidente Obama sobre el islam, Trump podría ser un soplo de aire fresco. Pero el presidente va camino de exhibir una desagradable verdad: podría no resultar mejor que Obama a la hora de luchar contra la militancia islámica. Las posibilidades de que lo haga peor no son pequeñas.

Irán es el comodín, el único ámbito donde Trump puede suponer una gran diferencia. Como Misagh Parsa, investigador de Dartmouth, demuestra en su perspicaz libro Democracy in Iran, un análisis de los 38 años de tiras y aflojas entre el pueblo y la teocracia, los iraníes han perseguido algo más que un “gobierno justo y recto”. Esa sería la mayor ironía de todas: que un presidente americano al que le importan tan poco la democracia y la libertad en el extranjero convulsionara al régimen clerical, liberando la contrarrevolución que se ha estado formando como un estanque de magma bajo un volcán. Las probabilidades no son altas. Pero, como se revela cada día, la presidencia de Trump siempre está fluctuando.

© Versión original (en inglés): The Weekly Standard
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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