Crisis de los Estados árabes

La presente era de conflictos armados en el Gran Oriente Medio, surgida de las cenizas de la Primavera Árabe, afecta ya a cuatro países. Podemos, por tanto, dejar de tomarla como un efecto secundario e imprevisto de la malograda Primavera Árabe para pasar a considerar que estamos ante un fenómeno con entidad propia. Hemos visto cómo la estructura del Estado en Iraq, Siria, Libia y Yemen se ha visto socavada por la violencia sectaria y tribal. Cabe además la posibilidad de que en un futuro alguno de estos conflictos se resuelva con un nuevo trazado de fronteras.

Precisamente este año se cumplió el primer centenario del tratado Sykes-Picot, en el que Francia y Reino Unido se dividieron los dominios del Imperio Otomano cuando la Primera Guerra Mundial aún no había acabado. Aquel trazado de fronteras fue contingente. Pudieron haberse trazado otras, de tal manera que los límites e incluso los nombres de los países de los que hoy debatimos pudieron haber sido diferentes. Por ejemplo, Lawrence de Arabia presentó en 1918 una propuesta de partición en un mapa que fue recuperado y presentado al público por primera vez en 2005.

El centenario del tratado fue aprovechado para buscar la causa primera de los actuales problemas y de paso culpar de todo a Occidente una vez más, en este caso con el argumento de que un trazado arbitrario de fronteras en una región poblada por grupos de diferentes confesiones y etnias fue la semilla de los conflictos de hoy en día. Británicos y franceses gobernaron sobre Iraq y Siria respectivamente respaldándose en una administración colonial formada con miembros de minorías. Cuando lograron la plena soberanía no se convirtieron en países plurales y democráticos, sino que el aparato del Estado quedó en manos de esas minorías. Hasta la invasión estadounidense de 2003, la minoría árabe suní tenía el poder en Iraq, y en vísperas del estallido de la guerra civil en 2011 la minoría árabe alauita manejaba los resortes del poder en Siria.

Derrotar al Estado Islámico es hoy un paso imprescindible en Iraq, pero no será suficiente para asegurar la paz y el desarrollo del país. La derrota del Estado Islámico sólo despejará el tablero de juego para dejar a la vista el conflicto de fondo del acomodo de comunidades étnicas y religiosas con un historial reciente de enfrentamientos y agravios. Iraq es un país con una mayoría de población árabe chií donde la minoría kurda tiene un gobierno regional que opera con amplia autonomía y donde la población árabe suní se ha sentido arrinconada tras la caída del régimen de Sadam Husein. La pérdida de privilegios tras la caída de Sadam en 2003 llenó las filas de la insurgencia contra Estados Unidos para luego dar lugar a una guerra civil que supuso la práctica limpieza étnica de barrios en Bagdad entre 2007 y 2008.

Según cuenta Patrick Cockburn en su libro El retorno de la yihad, tras la retirada estadounidense de 2011, la percibida hostilidad del Gobierno iraquí, dominado por árabes chiíes, generó simpatías en la población árabe suní hacia el Estado Islámico, lo que explicaría su rápido avance en 2014. Que en el último año la movilización para la guerra contra el Estado Islámico haya tenido carácter de yihad chií con milicias como las Brigadas de Hezbolá y otras encuadradas en las Fuerzas de Movilización Popular no ofrece muchas garantías a la población árabe suní de las zonas liberadas. Así que cabe preguntarse si la lucha contra el Estado Islámico no está generando un mar de fondo de agravios que podría alimentar una futura ola de violencia sectaria.

En cuanto a Siria, la situación es aún más complicada porque la guerra civil que allí tiene lugar es en realidad la suma de varios conflictos armados que transcurren en paralelo pero que se entrecruzan en diferentes lugares y momentos. Por un lado tenemos el enfrentamiento entre las fuerzas del régimen de Bashar al Asad y sus aliados contra lo que conocemos como rebeldes sirios. Por otro lado tenemos la lucha de los kurdos del norte para obtener un espacio político propio. Y por último tenemos al Estado Islámico, con su lucha por la expansión de sus dominios. La intersección de estos conflictos ha complicado su resolución.

Observando las incongruencias de la política del gobierno de Obama para Siria, dije alguna vez aquí que sospechaba de la existencia de algún acuerdo con Irán, como parte de las negociaciones nucleares, en el que Estados Unidos renunciaba a apoyar a los rebeldes sirios. Pero comienzo a pensar que el gobierno de Obama podría haber llegado a la conclusión de que es preferible la supervivencia del régimen, por brutal que sea, a la victoria de los rebeldes, donde los grupos yihadistas tienen un peso importantísimo. Tendremos que esperar al habitual flujo de libros de memorias que producen los miembros de un gobierno saliente en Estados Unidos para saber qué pasó en los pasillos de la Casa Blanca y darle sentido a las acciones de Obama en Oriente Medio.

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Fuente: El Medio

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