El fin del experimento democrático turco

En la embajada de Turquía en Washington DC hay una estatua de Mustafa Kemal Atatürk, padre de la República de Turquía, el Estado nación que erigió sobre las ruinas del Imperio Otomano y el califato islámico.

En ella, Atatürk luce un traje de tres piezas que aún seguiría siendo elegante, pero la mirada penetrante es propia de los revolucionarios de principios del siglo XX. Atatürk parece contemplar el futuro; un futuro en el cual Turquía sería moderna, próspera, laica y democrática.

Si la veracidad que se exige a los anuncios rigiera también para los regímenes políticos, esa estatua debería ser eliminada.

El pasado domingo se preguntó a los turcos en referéndum si querían dar formidables nuevos poderes al presidente del país, Recep Tayyip Erdogan. Para sorpresa de nadie, se ha anunciado que Erdogan consiguió su objetivo, si bien por un estrecho margen: 51,2 frente a 48,8%, según la agencia estatal turca de noticias. La gente de las zonas rurales votó , y la de las ciudades –empezando por Estambul, de la que Erdogan fue en tiempos alcalde– no. Pero una victoria es una victoria y el señor Erdogan ganó.

Viajé por primera vez a Turquía hace 13 años. Con los ataques de 2001 contra EEUU aún bien frescos en la memoria, Turquía me sorprendió como un lugar auspicioso. La gente era amable. La comida, buena. Estambul, una ciudad vibrante y cosmopolita. No era un país musulmán sino un país de mayoría musulmana, distinción que se hacía repetida y orgullosamente. Los turcos, se me dijo, comprenden la importancia de separar la Mezquita y el Estado.

Miembro de la OTAN, Turquía parecía un robusto puente entre el Medio Oriente y Europa. Mantenía relaciones cordiales con Israel, además. Si bien no era una democracia jeffersoniana, los turcos votaban con regularidad desde hacía décadas, Sin duda habían adquirido hábitos democráticos y habían erigido instituciones democráticas. Se podía aducir persuasivamente que ese era el rumbo que la Historia estaba tomando en el Medio Oriente, y quizás en el mundo entero.

El referéndum del domingo contradice esa idea. Durante una década, el señor Erdogan ha ido concentrando paulatinamente poder en sus manos. Tras un fallido golpe de Estado el pasado verano –no está claro quién lo pergeñó, y por qué–, Erdogan pisó el acelerador y despidió o arrestó a más de 140.000 militares, profesores, jueces y funcionarios, cerró más de 150 medios de comunicación y encarceló a periodistas que osaron criticarle.

El referéndum del domingo disminuirá significativamente cualquier contrapeso que pudieran ejercer los poderes Legislativo y Judicial. Y la regulación de los mandatos se ajustará para que el señor Erdogan, de 63 años, pueda permanecer en su flamante palacio presidencial de 1.150 habitaciones hasta 2029 o más allá. En las sociedades democráticas, los presidentes no permanecen tanto tiempo en el cargo. En el Imperio Otomano, los sultanes, a veces, sí.

¿Podemos confiar en la validez del resultado proclamado del referéndum del domingo? Los que hicieron campaña por el no tuvieron limitado el acceso a los medios y en ocasiones se les impidió realizar concentraciones. El prokurdo Partido Democrático del Pueblo (HDP) denunció la existencia de 3 millones de votos en papeletas no oficiales, más del margen de victoria que obtuvo el señor Erdogan.

En Cemik, una localidad del nordeste del país, dos miembros del opositor CHP murieron y dos observadores electorales resultaron heridos mientras trataban de impedir un pucherazo. El lunes, los observadores electorales europeos dijeron que la votación no cumplió con los estándares internacionales.

El señor Erdogan reaccionó de inmediato. “¡La mentalidad cruzada de Occidente y de sus lacayos domésticos nos ataca!”, dijo a una multitud en el aeropuerto de Ankara. No es la clase de lenguaje que esperas escuchar en boca del líder de un país laico, sino en la de un demagogo islamista.

El señor Erdogan proclama que usará los poderes adicionales que se le han conferido para resolver los nada nimios problemas turcos, entre los que se cuentan la inestabilidad política y económica, las tensiones causadas por el aluvión de refugiados procedentes de Siria y la agitación entre la minoría kurda, a la que pertenece el 20% de una población de 80 millones de personas.

Creo realista esperar una Turquía menos libre, democrática y laica. Ya hemos visto al señor Erdogan clausurar iglesias y detener a clérigos cristianos. Ha dejado entrever que sólo se debería ayudar a los musulmanes, no a los cristianos, a reconstruir sus comunidades ancestrales en y alrededor de Mosul, adonde ha mandado tropas sin ser invitado a ello por el Gobierno iraquí.

Parece que espera que los turcos que viven en Europa no se asimilen o integren sino que permanezcan leales a Turquía y, por supuesto, a él. En las semanas previas al referéndum, mandó enviados de campaña a las vastas comunidades turcas de los Países Bajos y Alemania. Cuando las autoridades de estos países les rechazaron, esgrimió la acusación de islamofobia e incluso aludió al nazismo. “¡Los que me faltaron al respeto, así como a mis enviados, pagarán por ello!”, amenazó. Esta no es la forma en que las naciones miembro de la OTAN se relacionan entre sí.

Numerosos turcos consideran ilegítimo el referéndum del domingo. Es posible que el señor Erdogan sienta la necesidad de hacer las paces con ellos. Por otro lado, puede sentir la necesidad de someterlos.

Hace más de un cuarto de siglo, cuando era el joven alcalde de Estambul, el señor Erdogan dijo que la democracia era “como un tranvía: cuando llegas a tu destino, te bajas”. En otras palabras: Erdogan concibe la democracia liberal no como la mejor manera de organizar el Gobierno sino como un medio para alcanzar un fin. Si esto es correcto, el experimento democrático turco se vino abajo el Domingo de Pascua de 2017 y dio paso a un experimento islamista, neo-otomano y neoimperialista. No debería sorprender que en la embajada de Turquía en Washington a la estatua de Atatürk la sustituyera una de Erdogan.

© Versión original (en inglés): Foundation for Defense of Democracies (FDD)
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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