El ansia de poder de Erdogan está destruyendo la democracia turca

En los últimos meses he entrevistado a numerosos ciudadanos turcos que escaparon de su país tras el fallido golpe militar de julio, por temor a que su vida corriera peligro. Muchos de ellos dejaron atrás sus familias, aterrados por lo que pudiera suceder. A pesar de su potencial para convertirse en un actor destacado en la escena mundial, las excelentes perspectivas de Turquía se están malogrando por el insaciable ansia de poder de Erdogan. Con puño de hierro, ha adoptado cualquier medida, por muy corrupta que fuese, que le permita manipular las reglas y socavar los principios básicos de la democracia turca.

Llevo un tiempo preguntándome perplejo por qué Erdogan decidió, hace unos años, salir completamente de madre para revertir el enorme progreso social, político y legal que él mismo capitaneó con tanto éxito. De haber preservado esas reformas y protegido los derechos humanos, habría cumplido su sueño de ponerse a la altura del venerado fundador de Turquía, Mustafa Kemal Atatürk.

Ha sido primer ministro y, ahora, presidente por espacio de 15 años. Sin embargo, su hambre de poder absoluto parece no tener límites y le lleva a tomar medidas extraordinarias y sistemáticas para neutralizar cualquier fuente de conflicto, incluido el Poder Judicial, la Prensa, los partidos de la oposición, el Ejército y la Academia. Utiliza la táctica del miedo para silenciar a sus detractores, y procura ayuda económica y otros incentivos a sus compinches para asegurarse su apoyo continuo, mientras enfrenta a sus rivales políticos para obtener un palmo de ventaja. Más recientemente, presionó al Parlamento para que enmiende la Constitución y codifique sus poderes dictatoriales, lo que le permitirá seguir en el cargo dos legislaturas más, hasta 2029.

Tras el fallido golpe de junio de 2016, 2.228 fiscales de las jurisdicciones civil y administrativa (incluidos 518 jueces) han sido trasladados o sufrido reorganizaciones, o bien se han visto degradados en sus funciones. Además, 88.000 policías, periodistas, maestros y otros funcionarios han sido detenidos y 43.000, arrestados. En julio de 2016 el Parlamento aprobó una ley que permitía a Erdogan nombrar a una cuarta parte de los jueces del Consejo de Estado, y los nuevos nombramientos judiciales los llevará a cabo el Consejo Superior de Jueces y Fiscales (HSYK), que depende del Ministerio de Justicia y, por extensión, del propio Erdogan.

Multitud de abogados han sido acusados de pertenecer al movimiento de Gülen –considerado el enemigo jurado de Erdogan–, bien por asociación directa o bien por tener el más ligero vínculo con el mismo. Un abogado de Kayseri con 18 años de servicio tuvo que huir de Turquía porque él y sus socios representaron a universidades conectadas con el movimiento de Gülen. A causa de dicha asociación, las autoridades estatales los consideraron sospechosos, pese a que los abogados no tenían personalmente ningún tipo de vinculación con Gülen. Muchísimos abogados fueron arrestados y marcados como gülenistas sólo por tener la misma aplicación de encriptación de mensajes (p. e., WhatsApp) en sus teléfonos.

Para Erdogan, el intento de golpe fue un “regalo de Dios” que le ha dado licencia para purgar a cualquier individuo o grupo enemigo, especialmente cuando su popularidad ha estado en retroceso.

Los miles de funcionarios que fueron arbitrariamente destituidos no han sido reemplazados, lo que ha provocado atascos en los tribunales. Además, ha habido abogados sometidos a arresto que no han tenido acceso a representación legal, ya que cualquier posible letrado que les defendiera sería después acusado de asociación con el movimiento gülenista.

Dado los golpes militares que ha registrado la Historia turca, Erdogan decidió mutilar al Ejército pasando a la reserva a casi 3.000 oficiales y emitiendo un decreto que permitía al Gobierno dictar órdenes directas a los jefes de todas las ramas militares, saltándose al Jefe del Estado Mayor. Además, en agosto de 2016 designó a los viceprimeros ministros y a los ministros de Justicia, Interior y Asuntos Exteriores como miembros del Consejo Supremo del Ejército (SMC), que decide sobre los ascensos de los generales y otros asuntos relacionados con el Ejército turco.

Inmediatamente después del golpe, promulgó un estado de excepción que permitía al Gobierno gobernar a golpe de decreto y despedir servidores públicos a capricho. Los funcionarios de seguridad, los sospechosos de terrorismo y otros presuntos “enemigos del Estado” pueden ser retenidos hasta 30 días sin cargos, y el Estado no tiene la obligación de juzgarlos. También hay denuncias de torturas y maltrato de presos. En enero de este año, el estado de excepción se volvió a ampliar tres meses.

En mayo de 2016, con el fin de asfixiar a la oposición política, presionó al Parlamento para que aprobara una ley que despojaba a los diputados de la inmunidad judicial. Esto se ha visto en general como un ataque contra los diputados de la minoría kurda, a quienes el Gobierno podía vincular con “actividades terroristas” y enjuiciarlos.

Para codificar los poderes absolutos del presidente, Erdogan maniobró (con el apoyo de su partido, el AKP) para que, en vez de tener un papel fundamentalmente ceremonial, sea el único jefe ejecutivo del Estado y se suprima el cargo de primer ministro. La nueva Constitución también dará poderes al presidente para promulgar leyes por decreto, nombrar jueces y ministros y crear al menos una vicepresidencia y aumentar el número de diputados de 500 hasta 650. Además, se rebaja la edad mínima para ser diputado de los 25 a los 18 años, lo que asegura a Erdogan el apoyo político de la próxima generación.

Se trata de una maniobra que el profesor de Derecho Constitucional Ergun Özbudun, al que Erdogan pidió en 2007 que redactara una Constitución, criticó diciendo: “Un sistema presidencial democrático tiene controles y contrapesos: esto sería una autocracia”.

Y lo que es más importante: Erdogan, como devoto musulmán, utiliza hábilmente el islam como instrumento para impulsar su ambición política sin necesidad de aportar pruebas sobre la idoneidad de su agenda política. Cuando Erdogan se convirtió en alcalde de Estambul, en 1994, lo hizo de la mano del islamista Partido del Bienestar. En 1999 estuvo en prisión cuatro meses por incitación religiosa después de que leer públicamente un poema que incluía los versos:

Las mezquitas son nuestros barracones,
los domos nuestros cascos,
los minaretes nuestras bayonetas
y los creyentes nuestros soldados.

El número de mezquitas ha aumentado desde 60.000 en 1987 a más de 85.000 en 2015. Hace poco, un paquete de iniciativas del Gobierno introdujo aún más el islam en el sistema educativo. Iniciativas como el plan para construir mezquitas en 80 universidades públicas y convertir la Universidad de Estambul en un centro de estudios islámicos. En diciembre de 2015, según un informe,

un consejo educativo respaldado por el Gobierno recomendó extender las clases religiosas obligatorias a todos los alumnos de primaria, así como añadir una hora extra de clases religiosas obligatorias para todos los alumnos de instituto.

El ambiente en Turquía es tal que incluso una referencia insolente a Erdogan puede ser constitutiva de delito; más de 2.000 personas han sido inculpadas por ello. Ya no es ningún secreto que se pinchan los teléfonos de forma generalizada, lo que provoca miedo a expresarse sinceramente en una conversación telefónica. Los turcos de a pie no debaten sobre política en público, y se abstienen de criticar a los funcionarios del Gobierno por temor a que un agente secreto pueda estar escuchando la conversación. Sólo sigue activo un canal de televisión opositor, además de un periódico (Cumhuriyet), pero casi la mitad de los reporteros, columnistas y ejecutivos de este diario han sido igualmente encarcelados.

Admiro enormemente la creatividad del pueblo turco, su resolución y determinación para convertir Turquía en una democracia próspera; pero hay ahí una polarización entre los mundos laico e islámico que Erdogan puede capitalizar para promover su autoritaria agenda política.

Quizá haya llegado la hora de que los ciudadanos turcos se alcen y exijan el restablecimiento de los principios democráticos; los mismos principios que convirtieron a Erdogan en el líder más reverenciado en sus primeros diez años en el poder, y que le podrían haber convertido en el nuevo Atatürk.

© Versión original (en inglés): The Algemeiner
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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