¿Qué hace que un matrimonio mixto sea polémico?

En Estados Unidos, los matrimonios mixtos ya no es que sean frecuentes: es que son la norma fuera del mundo ortodoxo. En Israel, son raros por una serie de razones. Cuando el actor Tzaji Halevy –conocido por su papel en la serie de Netflix Fauda– se casó con la presentadora de informativos Lucy Aharish, la noticia salió en los titulares y dio lugar a una polémica en la que determinados políticos se sintieron compelidos a hacer declaraciones, con resultados previsiblemente lamentables. Varios miembros de la Knéset condenaron la decisión de la pareja; otros la defendieron, pero expresaron su preocupación por los matrimonios mixtos en general. Hubo quienes criticaron a los críticos de Halevy y Aharish y consideraron que todo el debate suponía un baldón para el prestigio nacional de Israel.

Así las cosas, no es de extrañar que la pareja mantuviera su relación en secreto durante años, no fuera que ellos y sus familiares se expusieran a los ataques de unos o al justo pero indeseable apoyo de otros.

En Estados Unidos es difícil imaginar que a alguien le importe algo así, y mucho menos que considere oportuno pronunciarse sobre el asunto.

Hay dos formas de interpretar esto, y la manera en que lo hagas dirá bastante sobre cómo tomas en consideración dos factores: el valor de una sociedad donde las barreras confesionales se han venido abajo y el de un país con una abrumadora mayoría judía que asegure que su identidad judía no se ve amenazada por las elecciones personales que hacemos al casarnos.

El matrimonio mixto es todo un tema para los judíos porque somos relativamente pocos. En un mundo en el que sólo hay unos quince millones de judíos (cifra aún inferior a la previa al Holocausto), y donde los antisemitas aún conspiran para nuestra desaparición colectiva, la idea de la extinción sigue siendo concebible. A pesar de la fortaleza y el éxito de Israel –y del hecho de que la judería estadounidense es la comunidad diasporina más libre, rica e influyente de la Historia–, se sigue dando la tendencia a no dar nada por asegurado. Tras dos milenios de persecución y exilio, la idea de la sacrosanta supervivencia sigue siendo un imperativo judío que, comprensiblemente, influye en el modo de pensar de muchos de nosotros.

En 2013, la encuesta Pew sobre los judíos estadounidenses nos dijo que entre estos la tasa de matrimonios mixtos ha llegado al 58%, cifra que llega al 80% entre los no ortodoxos. Cinco años después, es prácticamente seguro que los porcentajes son aún superiores.

En Israel, los matrimonios mixtos son muchos menos. Aunque un estudio encargado por Hareetz en 2014 calculó que suponían uno de cada diez enlaces, es difícil decir algo con seguridad, ya que ese tipo de uniones no se pueden celebrar de forma legal en Israel; tampoco el rabinato que controla los acontecimientos del ciclo vital de los judíos, ni las autoridades musulmanas equivalentes, realizan esa clase de ceremonias. Así que los que quieren celebrar un matrimonio mixto deben hacerlo en el extranjero. Sea precisa o no la cifra, está claro que se trata de un fenómeno marginal.

He aquí un asunto sobre el que es difícil exagerar. Incluso los que se lamentan del declive de los matrimonios mixtos judíos deben reconocer que la prevalencia de las uniones interconfesionales es fruto de la libertad y la aceptación de los judíos estadounidenses. No sería posible en una sociedad donde el antisemitismo no fuese, afortunadamente, cosa de un puñado de extremistas.  

En Israel, la división confesional es un asunto de identidad nacional y no –como para la mayoría en Estados Unidos– sobre qué fiesta prefieres celebrar en diciembre.

Ser un judío israelí significa ser ciudadano de un Estado donde la lengua, el calendario, la cultura, el himno, la bandera y la razón de ser del propio Estado giran en torno a la identidad judía. Para la inmensa mayoría, también conlleva la obligación de defender al único Estado del planeta que sirve no sólo como centro espiritual y cultural de la judeidad, sino como refugio definitivo para los judíos en un mundo donde el antisemitismo campa a sus anchas.

Ser un israelí musulmán o árabe significa tener unos derechos democráticos que se niegan a los correligionarios en el resto de Oriente Medio, en todos los países donde son mayoría. Pero también implica ser una minoría nacional en una nación de mayoría judía en conflicto con otros árabes, en especial con los palestinos de la Margen Occidental y Gaza. Eso crea tensiones y barreras que mantienen separadas a las comunidades, con independencia de los motivos religiosos y culturales que puedan aducirse contra los matrimonios mixtos.

Si te importa el futuro judío, las tasas de matrimonios mixtos no son una mera cuestión académica, especialmente cuando contemplas lo que podría ser la implosión demográfica de una comunidad no ortodoxa fundamental que ha aportado cosas muy valiosas al pueblo judío y a Estados Unidos.

Puesto que muchos de esos estadounidenses que celebran matrimonios mixtos educan a sus hijos como judíos, no se puede generalizar sobre las experiencias y elecciones individuales de las parejas mixtas. Pero el impacto estadístico de estas cifras en el futuro de la vida judía en EEUU son bastante evidentes en términos de descenso del número de quienes se identifican como judíos, defienden las instituciones y causas judías y se mantienen fieles a un menguante sentido de judeidad entre la comunidad general.

La población judía, que conforma el 2% de la estadounidense, nada a contracorriente. El hecho de que el segmento que crece más rápido sea el de los “judíos no religiosos” –o que sólo tienen unos lazos débiles con el judaísmo– da una imagen de declive, aunque la fracción de judíos ortodoxos esté creciendo.

En Israel, la baja tasa de matrimonios mixtos no es una amenaza plausible para la mayoría judía. Ni, a pesar de los problemas de la sociedad israelí, está realmente en cuestión la naturaleza judía de su cultura nacional o el empuje de la judeidad entre su población, algo que deja meridianamente claro el contraste con la situación de los judíos en Estados Unidos.

Por eso los miembros de la Knéset que han reprendido públicamente a Halevy y a Aharish por su decisión no sólo estaban siendo incívicos sobre algo que no es asunto de nadie más que de ellos dos, sino que además estaban excitando el miedo de un modo destructivo para la sociedad civil.

Aunque la única reacción adecuada es desear a Halevy y Aharish que les vaya bien, eso no significa que haya nada ilegítimo en querer fomentar la endogamia en un mundo donde los judíos siguen siendo una minoría asediada. El hecho de que el líder del partido Yesh Atid, Yair Lapid, fuese vilipendiado por Haaretz por decir que el matrimonio mixto era problemático (como si esa opinión lo convirtiese en un defensor de la pureza racial nazi) fue perturbador.  

Demasiados judíos laicos de Estados Unidos han acabado considerando cualquier forma de particularismo o nacionalismo judío como algo inaceptable o racista. Pero lo esencial del sionismo es que proporcionó al pueblo judío no sólo un hogar nacional, sino un lugar donde la identidad judía podía prosperar como parte de una cultura mayoritaria, no de una minoría.

Defender el derecho al matrimonio mixto –y hacerlo sin ser sometido a oprobio, sea en Israel o Estados Unidos– no significa que no debamos querer preservar la judeidad y fomentar la generación de familias judías. Que Israel proporcione un hogar más promisorio para la consecución de tal objetivo que la mejor comunidad diasporina de la Historia es algo que merece celebrarse y preservarse, y es otra razón por la que los judíos estadounidenses a los que les importa el futuro judío deberían apreciarlo.

© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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