El Reino y el Poder: cómo castigar al príncipe Ben Salman

Aunque no se conocen todos los detalles de la muerte de Yamal Jashogui, sabemos lo esencial. Murió a manos de agentes saudíes en el consulado saudí de Estambul, y la decisión de secuestrarlo o matarlo debió de provenir de los niveles más altos de la estructura política saudí. Ya dijera algo así como “¿Es que nadie me va a librar de este periodista entrometido?”, o bien especificara los métodos que se debían emplear, el príncipe heredero, Mohamed ben Salman, es responsable de la muerte de Jashogui.

La decisión saudí de convertir a varios miembros destacados de los servicios de inteligencia en corderos sacrificiales no va a engañar a nadie, y la explicación oficial –que Jashogui murió en una pelea con los 15 matones que le rodeaban– no hay quien se la crea. El viernes por la noche recibí (como seguramente otros miles de personas) por lo menos cinco correos electrónicos en inglés de la embajada saudí donde explicaba la nueva consigna oficial sobre Jashogui, que es que “la discusión entre él y las personas con las que se reunió en su visita al consulado del reino en Estambul provocó una trifulca, y el altercado resultó trágicamente en su muerte”. La huida hacia delante oficial fue, además de procesar a algunos oficiales y agentes de inteligencia, crear un comité que atienda la “urgente necesidad de reestructurar la Presidencia General de Inteligencia, revisar sus normas y regulaciones, determinar sus competencias y evaluar sus procedimientos y poderes en su secuencia organizacional y administrativa, a fin de garantizar el correcto desempeño de su cometido y la determinación de sus responsabilidades”. ¿Quién será su presidente? Mohamed ben Salman.

Si se analiza fríamente todo el incidente, lo que primero salta a la vista es su peligrosa estupidez. Jashogui tenía el permiso de residencia permanente en Estados Unidos, era una personalidad en Washington con una inmensa red de contactos y escribía en el Washington Post. Cualquier daño que se le causara –incluido su mero secuestro y desaparición entre rejas o la celebración de un juicio espectáculo– se convertiría inevitablemente en una cause célèbre y dañaría las relaciones con Estados Unidos. También afectaría inevitablemente a la propia reputación de Mohamed ben Salman. Así que la decisión de actuar contra Jashogui reveló ignorancia acerca de Estados Unidos, impulsividad, brutalidad o las tres cosas. A la sombra del asesinato de Jashogui podemos ver ahora la retención forzosa del primer ministro del Líbano, Saad Hariri, el año pasado, como una suerte de preludio, pues también ahí se adoptó un enfoque matonesco y se transmitió una extraordinaria incomprensión de cómo se ven sucesos de este tipo en el mundo exterior. Tal vez no sea una coincidencia que MbS haya pasado toda  su vida en el reino y jamás haya residido o estudiado en Occidente, algo bastante atípico entre los príncipes saudíes.

Ya tras la debacle de Hariri pareció que en lo alto de la pirámide saudí no hay nadie con la suficiente sensatez para que aconsejara que no se atacara a Jashogui; alguien con el suficiente poder para detenerlo si MbS insistía o el suficiente coraje para expresarle su desacuerdo. Así que se tomó la decisión y Jashogui está muerto. ¿Y ahora qué?

Los inversores y empresarios que han cancelado sus viajes a Riad no dejan de ser unos hipócritas: mañana mismo todos ellos se subirían encantados a un avión que les llevara a Pekín. Pero otra cosa es su valoración profesional sobre lo pertinente de invertir en Arabia Saudí, y parecen compartir la misma conclusión a la que han llegado numerosos diplomáticos y Gobiernos occidentales: lo que le pasó a Jashogui es tremendo no sólo por su brutalidad, también porque revela cuestiones importantes sobre el Gobierno saudí. MbS había contado una historia atractiva: que bajo su liderazgo Riad avanzaba rauda hacia la modernidad y la plena racionalidad. Muchos de los pasos que dio encajaban muy bien con la consigna oficial saudí. Así, entendió perfectamente que deben ser menos dependientes del petróleo, que su economía no puede prosperar sin la participación de las mujeres, que el clero wahabí es una amenaza para el desarrollo, que los miembros de la Familia Real deben dejar de esquilmar el patrimonio del reino y que Irán, y no Israel, es el enemigo. Todo esto era cierto hace un mes y sigue siéndolo. MbS es, en muchos aspectos importantes, un modernizador.

Pero la imagen que MbS ha construido con tanto esmero ha quedado hecha añicos. Se ha recordado a todo el mundo que no hay ninguna modernización en el Gobierno saudí, sólo los a veces encomiables y a veces ominosos esfuerzos de un hombre de 33 años. Además, ese hombre ha decidido que la crítica equivale a la traición. Ha decidido que, para forzar el ritmo del cambio de la manera en que él quiere que se produzca, hay que aplastar a toda la oposición, venga del seno de la Familia Real o de la sociedad saudí en general. Sin duda se ve como un déspota ilustrado que debe controlar todas las riendas del poder si no quiere que se le escape el futuro promisorio.

Eso no puede salir bien, ni para nosotros ni para Arabia Saudí. Esta conclusión no se basa únicamente en la repulsión moral por lo que le hicieron a Jashogui, al que yo conocía, sino en una visión realista de Riad. No sería justo decir que los actuales arreglos saudíes condujeron a la terrible escena en el consulado saudí de Estambul, pero ese desenlace fue más un producto lógico que un accidente. Las versiones no letales fueron la detención de Hariri y, más recientemente, el extraño ataque de MbS a Canadá luego de que el ministro de Exteriores de este país publicara un tuit crítico con el manejo saudí de los derechos humanos. MbS expulsó al embajador canadiense, canceló los vuelos entre los dos países, retiró las inversiones saudíes y ordenó que miles de estudiantes saudíes se marcharan de Canadá inmediatamente. En ambas ocasiones sus reacciones fueron impulsivas y excesivas, pero nadie había muerto. Ya no se puede decir lo mismo.

Ninguna persona de 33 años íntegramente criada en el reino puede poseer el conocimiento del mundo que su Gobierno necesita, como tampoco puede reunir en sí misma todos los elementos necesarios para tomar decisiones sensatas, incluida la habilidad de discernir en qué ocasiones la moral debe imperar. Pero MbS ha dejado brutalmente claro que las opiniones contrarias no son bienvenidas y que de hecho serán castigadas.

Compárese con la gobernanza que se estila en Emiratos. Los EAU no son más democráticos que el reino, y sus registros en materia de derechos humanos están muy por debajo de lo deseable. Pero Abu Dabi está regida por un grupo de hermanos de sangre, lo que supone un liderazgo colectivo y no el gobierno de un solo hombre. Esos hermanos pueden consultar y debatir entre sí, y uno le puede decir a otro: “Esa condenada idea es lo más estúpido que he escuchado jamás”. Y como los EAU son una federación, hay varias familias gobernantes cuyos intereses y opiniones deben ser tenidos en cuenta a la hora de adoptar decisiones importantes.

Esto nos lleva de vuelta al “¿y ahora qué?”. La decisión de cancelar todas las ventas de armas al reino que han defendido numerosos demócratas en el Congreso no sería prudente. Los principales beneficiarios del debilitamiento de los lazos defensivos entre EEUU y los saudíes serían el régimen de Irán, que es enemigo de Arabia Saudí y de Estados Unidos, y los que venderían encantados las armas que no vendiéramos nosotros: China y Rusia, por ejemplo. Asimismo, debilitar los lazos de inteligencia perjudicaría no sólo a los saudíes, también a Estados Unidos y a nuestros aliados en la lucha antiterrorista. Todo aquello que dañe a la economía saudí carecería igualmente de sentido.

En su lugar, Estados Unidos debería exigir el tipo de cambios que evitaran cualquier futuro incidente como el asesinato de Jashogui. Esos cambios serían en sí mismos un castigo a MbS, porque significarían que su breve etapa de dominio absoluto se ha terminado. Arabia Saudí es y seguirá siendo durante un tiempo una monarquía absoluta, pero eso no significa que todo el poder se deba concentrar en un individuo, sin controles ni contrapesos. Durante los últimos 65 años (desde la muerte del fundador de la Arabia Saudí moderna, Ben Saúd, en 1953), el sistema saudí no ha sido así. El experimento del príncipe heredero autócrata ha fracasado; murió con Yamal Jashogui en el consulado de Estambul.

En la actualidad, MbS es príncipe heredero, viceprimer ministro (el rey siempre tiene el título adicional de primer ministro), ministro de Defensa y presidente del Consejo de Asuntos Económicos y Desarrollo, entre otros cargos. Esta distribución del poder no tiene precedentes en Arabia Saudí y no se parece a la de ninguna otra monarquía árabe. Los patrones varían: en Jordania y Marruecos el cargo de primer ministro lo ocupan plebeyos y el rey los destituye cuando lo considera necesario; en Kuwait, Qatar y Bahréin son miembros de la Familia Real, pero no los emires ni los príncipes herederos, los que ocupan el cargo de primer ministro. En Arabia Saudí, la concentración del poder en las manos de un hombre joven se ha venido debatiendo de manera discreta, pero ahora debería terminar la discusión. Con independencia de lo que se vea limitado MbS para forzar cambios beneficiosos, debe rendirse, porque el poder sin cortapisas ni límites se utiliza muy mal con demasiada frecuencia.

La sustitución de MbS como príncipe heredero es una cuestión aparte. Si el rey ha perdido la confianza en él, cosa que dudo, elegirá a otro de sus hijos. O puede que haya la suficiente suficiente rebeldía en la Casa de Saúd para exigir al monarca que dé ese paso, o incluso que abdique a causa de su mala salud. Ya ha pasado antes: el rey Saúd fue obligado a renunciar en 1964, tras una lucha de poder con sus hermanos. Estados Unidos no se va a meter en el jardín de la sucesión real, pero deberíamos afirmar que nuestros intereses requieren un Gobierno saudí con el que podamos trabajar.

Con esto no estoy pidiendo un golpe de Estado, sino una mezcla de presión y razonamiento de Estados Unidos con el rey –cuyo punto de vista será crucial– y con el propio príncipe heredero. El rey lo eligió por encima de sus tres hijos mayores y quiere que le suceda en el trono y lo conserve durante décadas. Debemos decirle que eso no va a pasar a menos que Arabia Saudí reemplace los caprichos y los ucases por algo parecido a un Gobierno. (El rey puede haber llegado a esa conclusión por sí mismo; no lo sabremos hasta que no lo intentemos). El reino no atraerá las inversiones que necesita desesperadamente si la legalidad no se impone a las decisiones del príncipe heredero. Debemos decirles a ambos que incluso en el frío mundo de los negocios y la política internacional el vil asesinato de un periodista puede cambiar la imagen de una nación y de un príncipe de la noche a la mañana. Deberíamos manifestar claramente nuestra indignación moral. Y después deberíamos aprovecharla: no abandonar a Arabia Saudí, sino insistir en que Arabia Saudí se aleje más de la violencia despiadada y empiece a crear un sistema de ley y gobernanza que pueda de verdad modernizar el país y sostener la alianza que nos une desde 1945.

© Versión original (en inglés): The Weekly Standard
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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