El musulmán ateo

The Atheist Muslim (“El musulmán ateo”) comienza con una nevada en Arabia Saudí. El autor, Alí Rizvi, está en quinto curso en un colegio americano de Riad, donde los alumnos están confeccionando relucientes copos de nieve con papel de manualidades para decorar los pasillos para el invierno. Un funcionario del Ministerio de Educación pasa por allí sin previo aviso. Cuando observa a los niños aplicados en su tarea, se empieza a irritar. El tipo coge unas tijeras y recorta una esquina de cada copo de nieve. Las estrellas de cinco puntas están permitidas, pero las de seis no, aprende Alí, con 11 años. El libro de Rizvi no trata sobre los judíos, por supuesto, sino sobre los musulmanes y su fe. Es el relato de su propia salida del islam y una reflexión sobre si ser un musulmán cultural –un musulmán agnóstico, o escéptico, o incluso descreído– es una posibilidad viable o una simple contradicción en los términos. Pero aunque los musulmanes son los protagonistas del libro –como musulmán es el público al que va dirigido–, los judíos (y, en un grado ligeramente inferior, los cristianos) tienen un fuerte protagonismo: aparecen y reaparecen no sólo como blanco sistemático del odio musulmán, también colectivamente, como ejemplo de comunidad religiosa que ha trabajado con éxito para adaptar su credo, sus costumbres y su identidad colectiva a la era moderna.

Rizvi, nacido en Pakistán de padres chiíes, es ahora médico y un profesional de la comunicación médica residente en Toronto. Creció en Pakistán, Libia y –sobre todo– Arabia Saudí en los años ochenta, y fue testigo de la violencia del extremismo islámico. Sus amigos y familiares solían discutir sobre si se debía culpar de las matanzas a Estados Unidos, Israel, el colonialismo, los políticos o los medios. Sin embargo, coincidían unánimemente en un punto: eso no tenía nada que ver con el islam. Recuerda cómo le decían: “Esta tierra [Arabia Saudí], la tierra que llevó el islam al mundo (…) no ha entendido nada del islam”.

Cuando Rizvi tenía 12 años y aún vivía en Riad, decidió descubrirlo por sí mismo. Leía el Corán en inglés, lengua que había aprendido a dominar en escuelas internacionales. Para su espanto, descubrió que el libro parecía aprobar prácticamente todo lo que los saudíes estaban haciendo: cercenar brazos y piernas, dar palizas a las mujeres y decapitar a los politeístas. Cuando les enseñó esos censurables versos, sus padres se limitaron a dar excusas diciendo que el afamado traductor N. J. Dawood era un iraquí “yahudi” (judío) que no era de fiar. Si un pasaje presentaba algún problema se debía –le decían– a una mala interpretación, o bien tuvo importancia sólo en un determinado tiempo o lugar (da igual que el islam afirme que ser la revelación definitiva de Dios y que Mahoma es el modelo para toda la Humanidad). Rizvi ya había escuchado suficiente. Acabó convenciéndose de que la mayoría de los musulmanes que conocía eran buenas personas no por su religión, sino a pesar de ella.

Ya disuadido, empezó a vérselas con uno de los indicativos más curiosos de nuestra época: la acusación de prejuicio, incluso de racismo, con que se encuentra cualquier intento de someter a escrutinio la religión, en especial cuando se trata del islam. “El miedo a llamar espada a la espada parece ser omnipresente”, escribe, “y se produce casi exclusivamente en el caso de la religión”. Existe una marcada diferencia entre la crítica al islam y la intolerancia antimusulmana, observa, y sin embargo “ambas cosas se mezclan bajo el paraguas del desafortunado y reduccionista concepto general de islamofobia”. Las élites occidentales –se lamenta– están paralizadas por temor a ser tachadas de intolerantes (una enfermedad que denomina “islamofobiafobia”). Aquí, Rizvi incorpora a los judíos como sujetos de un estudio comparativo subrayando el contraste entre la islamofobia y el antisemitismo, donde lo primero es un juicio contra las ideas y lo segundo contra las personas. “Los seres humanos tienen derechos y merecen respeto. Las ideas, las creencias y los libros, no los tienen y no los merecen”, escribe.

Rizvi se sitúa en tierra más firme cuando analiza éste y otros errores de la “izquierda regresiva”, expresión que toma prestada del también musulmán reformista Maayid Nawaz. Para los musulmanes liberales, agnósticos o ateos que viven en países de mayoría islámica, el lujo occidental más irritante es la hipersensibilidad con que abordamos los asuntos de la religión. Los musulmanes de mentalidad reformista están siendo “censurados y perseguidos, y están molestos”, escribe Rizvi. “Encuentran frustrantes la corrección y los rodeos que se dan para criticar a la religión en Occidente, un privilegio de las sociedades abiertas, donde el derecho a la libertad de expresión se da por sentado”.

Rizvi cita a John Kerry como izquierdista regresivo arquetípico e incide particularmente en los días en que el secretario de Estado declaró “apóstatas” a los miembros del ISIS por su visión supuestamente distorsionada del islam. A Kerry se le pasa por alto el hecho de que etiquetar como apóstatas a otros musulmanes es la especialidad del ISIS, y que pocas cosas hay más estúpidas para los musulmanes que el que un diplomático católico americano de estirpe judía se ponga a aleccionarles respecto a las sutilezas de su fe. “Salman Rushdie sí es un apóstata. Y yo también”, escribe Rizvi. La demonización de la apostasía que hace Kerry “le hace el juego a la retórica del ISIS”, afirma.

No es fácil dejar atrás la fe. Es renunciar no sólo al propio anclaje moral: también a los amigos, la comunidad y, a menudo, la familia. Rizvi ejemplifica el musulmán ateo, a favor de la ciencia y la ilustración, que da título al libro, pero reconoce que hay muchos otros que no pueden serlo y que no darán el salto. Tampoco cree que el islam tenga nada que merezca ser preservado. “Hay elementos en el Corán que fueron una mejora significativa del statu quo en la época en que se escribió”, sostiene, y añade que algunos de los primeros versos del libro –en concreto, los de la primera etapa de Mahoma en La Meca– son inconfundiblemente idealistas. El autor escribe afectuosamente sobre ciertas costumbres islámicas –partir el pan en las iftar del Ramadán y reunir a la familia para el Eid–, y da la la impresión de que intenta mantenerlas con su esposa, la también musulmana atea y comentarista Alishba Zarmín.

Pero para que prospere un islam más flexible y moderno sigue habiendo un obstáculo muy importante: la doctrina de la infalibilidad de las escrituras. “Supongamos que sigues creyendo en Alá y Mahoma y asumiendo los principios filosóficos básicos de la fe islámica, pero que consideras que, en vez de ser divino e infalible, el Corán está inspirado por Dios”, sugiere. Las encuestas muestran que en EEUU sólo uno de cada diez judíos y tres de cada diez cristianos creen que la Biblia es la palabra literal de Dios, y sin embargo la fe sobrevive en Estados Unidos, apunta. A su juicio, el islam puede sobrevivir a un rechazo similar de la infalibilidad y mantenerse intacto. Como la también atea de origen musulmán Ayaan Hirsi Ali, Rizvi opina que el islam es reformable y redimible.

La prosa es aquí sorprendentemente relajada, y el título es ambicioso en lo que promete: esto no es una guía integral para reformar el islam, o una hoja de ruta para reconciliar el “islam cultural” con el descreimiento. En su lugar, es un discurso informal sobre si es posible, y cómo, que los musulmanes conduzcan su fe premoderna hacia la era contemporánea, y la historia de la experiencia de un hombre que trata de hacer exactamente eso.

Por eso hay que reconocer el mucho mérito a Rizvi. Pocos asuntos son hoy más relevantes que este, y ya sólo el título que ha elegido equivale prácticamente a poner su vida en peligro. Esa nefasta circunstancia explica por sí misma por qué el libro de Rizvi es tan fundamental.

© Versión original (en inglés): Foundation for Defense of Democracies.
© Versión en español: Revista El Medio

Alí Rizvi, The Atheist Muslim, St. Martin’s Press-Macmillan, 2016.

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Fuente: El Medio

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