EEUU en Oriente Medio: lo que va de Eisenhower a Obama

En estos últimos años, Dwight Eisenhower se ha convertido en el republicano predilecto del Partido Demócrata. Muchos de los sicofantes aduladores de Barack Obama incluso han comparado a éste con el imperturbable soldado que liberó Europa. Lo tiene todo: un general que advirtió contra el complejo militar-industrial, un estadista que evitó imprudentes implicaciones en guerras y un político que hizo frente a Israel y a sus influyentes defensores. Qué importa que el Eisenhower de la historia no se parezca a ninguna de esas imágenes artificiosas.

El Oriente Medio de la década de 1950 presentó una serie de desafíos sin parangón a la presidencia de Eisenhower. Los aires de cambio se extendían por toda la región y llevaron al coronel Gamal Abdel Naser y a sus Oficiales Libres a prescindir de la corrupta monarquía egipcia en nombre del nacionalismo árabe. Mientras que un agotado Imperio británico buscaba formas de mantener su presencia, un incipiente Estado israelí pugnaba por erigir una sociedad democrática ante la hostilidad árabe. En medio de todo esto, unos Estados Unidos con la mente fija en la Guerra Fría trataban de estabilizar una región cuyo petróleo y ubicación estratégica eran de repente vitales para contener a la Unión Soviética.

Esta es una historia que se ha contado muchas veces, pero muy pocas con la profundidad y elegancia estilística de Ike’s Gamble. Michael Doran no sólo cuestiona la historiografía dominante, sino que la pone patas arriba. Este no es un libro especulativo, sino una argumentación basada en las evidencias históricas y explicada con sus muchas dimensiones. Durante mucho tiempo, los historiadores han sostenido la idea de que el hecho de que Eisenhower no lograra forjar una relación constructiva con Naser se debió a su insistencia en imponer mandatos estadounidenses a un nacionalista que sólo buscaba permanecer al  margen de los bloques de poder de la Guerra Fría. Según ese razonamiento, los amigos de EEUU tampoco ayudaron: la agresión israelí y la avaricia imperial británica no hicieron más que agravar la ineptitud de la diplomacia estadounidense.

El relato de Doran se desglosa en dos líneas temporales diferenciadas. Cuando Eisenhower llegó al poder, en 1953, consideraba que el auge del nacionalismo postcolonial era un importante factor en la construcción de las políticas del mundo en desarrollo. Nikita Jruschov, el reservado sucesor de Stalin, ya había anunciado que la pugna de la Guerra Fría se iba a desarrollar en las regiones que experimentaban un periodo de transición del colonialismo al autogobierno. Naser parecía dinámico y al mando de un Estado que aún era el epicentro de la política árabe. La señal que provenía de El Cairo era que, por el debido precio, Naser estaba dispuesto a implicarse en la Guerra Fría americana. Era una señal transmitida a través del crédulo Kermit Roosevelt, de la CIA, y del aún más ingenuo embajador en El Cairo, Henry Byroade. Y era una señal que tuvo sus receptivos oyentes en un Departamento de Estado aún infestado de antisemitismo.

Eisenhower, un líder experimentado y sensato, debería haberlo entendido. Doran demuestra que, durante todo el tiempo, Naser estaba persiguiendo sus propios intereses de expansión imperial, que pasaban por desalojar a Gran Bretaña de Oriente Medio, sustituir a las monarquías conservadoras árabes por sus clones, y atacar a Israel. Y en ese proceso, Naser no tuvo ningún problema en tratar con el Kremlin, comprándole armas, y ofreciéndole un asidero en Oriente Medio.

Para lograr la cooperación estadounidense, Naser insinuó la posibilidad de hacer la paz con Israel, algo que una serie de funcionarios estadounidenses creían equivocadamente –tanto entonces como ahora– que era la clave para estabilizar la región. Eisenhower y el secretario de Estado, John Foster Dulles, hicieron su parte: presionaron a Gran Bretaña para que renunciara a su base militar en el Canal de Suez, se negaron a vender armas a Israel y limitaron su propia red de alianzas en la región en beneficio de Naser.

Pero, al final, a Naser le duró poco el juego. Sus mentiras le acabaron pasando factura cuando desairó a Robert B. Anderson –asesor de la máxima confianza de Eisenhower–, que había viajado a El Cairo a principios de 1956 con la esperanza de incorporar a Naser a un plan de intercambio de tierras por paz con Israel. A Eisenhower le honra el que su empeño durase menos de dos años: para la primavera de 1956 ya estaba sopesando posibles formas de desinflar las ambiciones de Naser (cuando no de socavar su régimen) mediante el llamado Plan Omega, que buscaba el fin de las ayudas a Egipto, fortalecer a sus rivales regionales y presionar gradualmente a Naser para que, o bien depusiera su actitud, o se atuviera a las consecuencias. Este era el plan que Gran Bretaña, Francia e Israel trastocaron al invadir Suez.

Una de las fortalezas de Ike’s Gamble es su uso de los archivos de diversos países para arrojar luz sobre las deliberaciones de todos los actores implicados. Los cónclaves secretos celebrados entre funcionarios israelíes, británicos y franceses –intrigando a espaldas de Eisenhower cuando tramaban la invasión de Suez– se leen como si fuera una novela de John le Carré. El hecho de que el ataque a Suez coincidiera con la invasión soviética de Hungría ayudó a Rusia y a sus propagandistas occidentales a promover el falso discurso de la equivalencia moral entre los dos bloques. Un furioso Eisenhower podría haber atenuado la invasión amenazando con sanciones a sus aliados, pero sabía que tenía que vérselas con el problema de Naser. La lección central de la Guerra de Suez fue que los socios menores jamás debieron haber actuado a espaldas de la superpotencia benefactora.

El año 1958 resultó ser el ápice del naserismo. Egipto y Siria se unieron entre el alborozo de una población árabe enfervorecida. En Irak, la conservadora monarquía era defenestrada, mientras que el naserismo amenazaba Jordania y el Líbano. Pero, como muestra Doran, el orden conservador se mantuvo con no poca ayuda de un arrepentido Eisenhower. Washington actuó para apuntalar a sus aliados, lo que comprendió el envío de 14.000 soldados al Líbano. Las anteriores dudas sobre si abrazar a Israel se disiparon cuando Eisenhower empezó –un poco tarde– a apreciar al Estado judío como uno de los socios estratégicos más fiables de EEUU en Oriente Medio. Incluso mejoró la suerte de Gran Bretaña, ya que tuvo su papel en la estabilización de Jordania mediante el despliegue de paracaidistas. Mientras, Naser se encontró en medio de unos sirios que andaban a la greña y atacado desde la izquierda por los radicales que se habían hecho con el poder en Irak.

El recuento que hace Doran de esta historia tiene el fin de ser instructivo. Barack Obama también se aventuró en Oriente Medio creyendo que el mero hecho de distanciarse de los aliados y adular a los adversarios serviría como apaño para estabilizar la región. En ese proceso denigró a nuestros aliados árabes, tensó los tradicionales lazos con Israel y firmó un catastrófico acuerdo sobre control de armas con Irán. Hay que reconocer que los guardianes de la República islámica, destinatarios de la inusual deferencia estadounidense, jamás se molestaron en mentir a los emisarios de Obama, como sí lo hizo Naser con los representantes de Eisenhower. Aquellos han sido sinceros sobre su hostilidad a  los Estados Unidos y han hablado con total desfachatez sobre sus ambiciones. Por si acaso se quedaban cortos, incluso se han mofado de una Armada americana a la que la Casa Blanca ordenó estarse quieta.

Lo trágico de los años de Obama ha sido que jamás ha habido una rectificación del rumbo, como sí la hubo en la presidencia de Eisenhower. Como consecuencia, los amigos de EEUU en la región están sufriendo.

© Versión original (en inglés): The Weeky Standard
© Versión en español: Revista El Medio

Michael Doran, Ike’s Gamble: America’s Rise to Dominance in the Middle East, Simon & Schuster, 2016.

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Fuente: El Medio

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