Erdogan: fanático, pero no suicida

¿Es el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, un fanático o más bien un pragmático? La respuesta es: ambas cosas. Tal vez una pregunta más relevante sea: ¿cuándo es un fanático y cuándo un pragmático?

A finales de 2010, en el ápice de la crisis diplomática entre Turquía e Israel tras el incidente con la flotilla del Mavi Marmara, un destacado diplomático israelí me preguntó: “¿Hay alguna forma de sacar a Erdogan de su ceguera ideológica (el antisionismo) y llevarlo a la racionalidad, de forma que podamos normalizar nuestras relaciones?”. Mi respuesta fue: “Los costes… Si una crisis tiene para él un coste económico, y después político, pasará de la ideología a la racionalidad”. Al comentar esa conclusión, un amigo de mi interlocutor explicó por qué Ankara y Jerusalén han tenido relaciones erráticas pero profundamente hostiles desde 2009: “Israel es un país poderoso, pero no lo suficientemente grande para hacer a Turquía pagar un precio por su antagonismo”. Tras una teórica normalización de las relaciones en diciembre de 2016, Turquía e Israel volvieron a degradar sus misiones diplomáticas el pasado mes de mayo.

En 2009, el entonces primer ministro Erdogan (o su yo islamista/ideologizado) osó desafiar a Pekín luego de que más de 100 musulmanes uigures resultaran muertos en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad chinas. En aquel momento la economía turca exhibía un rendimiento espectacular, y alcanzaba altas tasas de crecimiento año tras año. En su papel de “líder de la Umma”, Erdogan dijo que las muertes de esos uigures eran un “genocidio”.

Hoy, con la economía turca muy maltrecha, con la inflación y los tipos de interés en niveles nunca vistos y una moneda nacional que ha perdido este año un tercio de su valor frente a las principales monedas occidentales, el Erdogan que vemos es muy distinto: el “líder de la Umma” no dedica una palabra a un Pekín que ha recluido a cientos de miles de devotos musulmanes uigures en campos de rehabilitación. Asimismo, se ha negado a reubicar en territorio turco a los combatientes uigures que luchan en el norte de Siria.

¿Por qué de repente aparece el yo razonable de Erdogan, en vez del ideológico que defiende la causa uigur? Muy simple: necesita más préstamos, inversiones y acuerdos comerciales con China.

En septiembre y octubre de 2015, Ankara empezó a quejarse de las violaciones del espacio aéreo turco por parte del Ejército ruso en su frontera con Siria y anunció que iba a cambiar las reglas para entrar en combate con fuerzas aéreas extranjeras que violaran su espacio aéreo: esos aparatos (rusos) serían derribados. En noviembre de ese mismo año, el Ejército turco derribó un Su-24 ruso alegando que había violado el espacio aéreo turco, precisamente. El entonces primer ministro Ahmet Davutoğlu anunció que se aplicarían las mismas reglas si se producían más violaciones y Erdogan, envalentonado, inquirió a los rusos: “¿Qué tenéis que hacer vosotros en Siria? Ni siquiera tenéis frontera con Siria”.

Un airado Vladímir Putin instaló inmediatamente sistemas de defensa aérea en el norte de Siria, movimiento nada sutil para amenazar a la fuerza aérea turca que sobrevolaba el cielo sirio. El Ejército turco tuvo que poner fin a esos vuelos. Además, Putin anunció que castigaría con múltiples sanciones económicas a Turquía y a las empresas turcas que estaban haciendo negocios multimillonarios en Rusia. Las sanciones incluían vetos a las exportaciones turcas y la prohibición a los ciudadanos rusos de viajar a Turquía, lo que enseguida dañó a la industria turística del este último país. Aún más amenazadoramente, Putin afirmó que las sanciones rusas podrían incluir “represalias militares”, lo que recordó a los turcos sus disputas bélicas, no demasiado gloriosas, con la Rusia presoviética.

Erdogan tardó sólo seis meses en pasar de exigir una disculpa a Moscú a disculparse personalmente ante Putin. En junio de 2016, Turquía y Rusia normalizaron sus gélidas relaciones diplomáticas. Desde entonces, Ankara se ha comprometido a adquirir el sistema antiaéreo y antimisiles S-400, de fabricación rusa, a pesar de las advertencias de sus aliados de la OTAN, con lo que se convertirá en el primer miembro de la Alianza en desplegar dicho sistema en su territorio. Erdogan ha dicho que Turquía también considerará la compra del sistema S-500, que se encuentra en fase de desarrollo. El comercio no militar también se ha normalizado, y masas de turistas rusos han visitado los complejos hoteleros del Mediterráneo turco.

Más importante aún: Turquía ha pasado del “qué tenéis que hacer vosotros en Siria” a aliarse con Rusia en Siria. Junto con Irán, ambos países son parte del proceso de Astaná. Moscú orquesta todos los movimientos estratégicos en el norte de Siria, y Ankara no hace más que acatar sus dictados.

Estados Unidos entra en escena. En la primera mitad del presente año, Ankara y Washington vivieron su peor crisis diplomática en décadas por varias disputas importantes. Turquía denunciaba que Estados Unidos daba refugio a su terrorista más buscado, Fethullah Gülen, un clérigo musulmán autoexiliado en Pensilvania y acusado de ser el autor intelectual del fallido golpe de Estado contra Erdogan de julio de 2016. Además, un importante banquero del Gobierno turco se encontraba encarcelado en EEUU, y su banco era un posible objetivo de sanciones estadounidenses por valor de miles de millones de dólares por vulnerar las sanciones a Irán. Por si no fuera suficiente, Ankara acusaba a Washington de pertrechar a los que denomina “terroristas kurdos” desplegados al este del Éufrates en el norte de Siria. Estados Unidos los considera aliados en su lucha contra el ISIS.

EEUU respondió a la compra turca del sistema S-400 amenazando con suspender la entrega de la siguiente generación de aviones de combate F-35 a Turquía. Además, sancionó a dos ministros turcos y dobló sus tarifas a las importaciones turcas de acero y aluminio. Ankara se vengó sancionando a dos secretarios estadounidenses.

En el fondo del asunto había un pastor estadounidense, Andrew Brunson, retenido en una prisión turca con acusaciones de espionaje y terrorismo. “Mientras yo siga en el poder, ese espía jamás será liberado”, bramó Erdogan.

Después llegó el viraje. La lira turca perdió más del 40% de su valor en ocho meses. En lo que los traders denominaron el efecto Brunson, los mercados se desplomaron. Los rendimientos de los bonos turcos se situaron en niveles récord y la recesión se cernió sobre la economía turca, con las grandes corporaciones llamando a las puertas de los bancos exigiendo una reestructuración de sus deudas. Siete empresas de gran tamaño se declararon en bancarrota.

En octubre, “el espía que jamás iba a ser liberado” fue liberado, voló a Estados Unidos y posó ante las cámaras con el presidente Trump. Los mercados suspiraron aliviados y la lira se encuentra ahora en su mejor momento de los últimos cuatro meses. El 2 de noviembre, Ankara y Washington levantaron las sanciones que pesaban sobre sus respectivos funcionarios.

Erdogan puede ser ofensivo y pendenciero, fiel a su ideología neo-otomana. Pero no es un suicida. Sabe que una crisis económica puede convertirse rápidamente en una crisis política que podría costarle el poder, y actúa siempre en consecuencia.

© Versión original: BESA Center
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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