¿De verdad puede Trump mover la embajada a Jerusalén?

Cuando la directora de campaña de Trump, Kellyanne Conway, dijo hace unos días que el presidente electo había mantenido conversaciones privadas sobre el traslado de la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén en las semanas posteriores a las elecciones, un asunto largamente latente cobró nueva vida. ¿Puede Donald Trump salirse con la suya y alterar una vieja política de EEUU reconociendo al menos una soberanía parcial de Israel sobre Jerusalén, cambio que el establishment del mundo de la política exterior nos dijo que nos llevaría a un cataclismo?

Después de ver este año a Trump saltarse todas las normas de la política estadounidense, y conmocionar a la comunidad internacional por dejar a un lado la política de una sola China que ha regido las relaciones de EEUU con el Lejano Oriente desde 1972, ¿por qué dudar de que está dispuesto a hacer lo mismo con Jerusalén? Una de las principales desventajas de Trump es su ignorancia sobre asuntos políticos complejos y su falta de respeto por quienes saben más que él. Pero incluso sus críticos deben admitir que uno de sus puntos fuertes es que ve dichos asuntos desde fuera del marco establecido, en el que se han encerrado los profesionales.

Para Trump, si algo no tiene sentido para un lego, entonces es que no es una idea tan buena. Una sola China es una fórmula complicada que reconoce tácitamente la soberanía de Pekín sobre Taiwán, aunque sin dejar de apoyar la independencia de la isla. Pero, en lo que a él respecta, la postura de EEUU sobre este asunto es sólo una ficha más con la que poder negociar, mientras que personas más experimentadas que él lo gestionan como si fuera una obligación religiosa.

Lo mismo ocurre con Jerusalén. La negativa a trasladar la embajada es un vestigio del acuerdo de partición de Naciones Unidas de 1947, en el que toda la Ciudad Santa era tratada como una zona internacional, sin ser asignada ni al putativo Estado judío que se acabaría convirtiendo en Israel ni al Estado árabe que el mundo musulmán rechazó. La guerra de independencia de Israel acabó con la ciudad dividida en partes controladas por los judíos y partes ilegalmente ocupadas por los jordanos (entre ellas el Barrio Judío de la Ciudad Vieja, cuyos habitantes fueron expulsados de sus casas y en el que todas las sinagogas fueron destrozadas). El sector occidental controlado por Israel fue designado capital del Estado judío, pero ningún país reconoció tal designación ni la soberanía israelí sobre parte alguna de la ciudad. Esto se mantuvo así incluso con posterioridad a junio de 1967, cuando la ciudad fue reunificada tras la Guerra de los Seis Días.

La premisa de quienes promueven una solución de dos Estados es que los barrios árabes de Jerusalén conformarían la capital del Estado palestino que se crearía como consecuencia del acuerdo de paz. No sabemos si los palestinos aceptarán alguna vez un sí por respuesta y una paz que reconozca la legitimidad de un Estado judío, al margen de dónde se tracen sus fronteras. Pero ninguna persona razonable puede discutir que Israel siempre conservará Jerusalén Oeste y los barrios judíos que se construyeron tras 1967. La ciudad es la capital del país, y siempre lo será.

Para un novato en Oriente Medio como Trump, reconocerlo es cuestión de mero sentido común. Pero para el establishment del mundo de la política exterior, sería un grave error. Su razonamiento es que se prejuzgaría el resultado de las negociaciones de paz y daría lugar a revueltas violentas en todo el mundo árabe y musulmán, con consecuencias impredecibles. Trump, con su heterodoxo punto de vista, podría hacer que esas terribles predicciones deviniesen profecías autocumplidas y enredar a EEUU en una política que perpetúe el conflicto, en vez de avanzar hacia una solución. Si se quiere alcanzar la paz, los palestinos y sus defensores deben aceptar que la presencia judía en Jerusalén nunca será reversible y que su historia no será borrada (como han intentado los palestinos en varias resoluciones de Naciones Unidas que designan el Monte del Templo y el Muro de los Lamentos como santuarios exclusivamente musulmanes).

Sería estúpido pretender que un traslado de embajada no trajese problemas o disturbios generados por los islamistas que odian a EEUU tanto como odian a Israel. Pero no será el fin del mundo si EEUU manda un mensaje al mundo de que Washington ha comprendido por fin que la creencia popular respecto a Jerusalén ha hecho más por fomentar la intransigencia palestina que por promover una solución. La nueva embajada tampoco descartaría una solución de dos Estados, ni la haría más difícil de alcanzar, asumiendo que los palestinos quisiesen la paz, ya que simplemente facilitaría el desplazamiento de los diplomáticos estadounidenses de sus nuevas oficinas (en un lugar vacío propiedad de EEUU reservado para tal fin desde hace décadas) a las instituciones del Gobierno israelí con las que tratan.

Sobre Jerusalén y Una sola China, Trump podría no estar siguiendo las reglas diplomáticas existentes. Pero es hora, también para quienes han dudado de su aptitud para la presidencia, de admitir que esas reglas no siempre tienen sentido y que cambiarlas podría acarrear más beneficios que perjuicios.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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