Por qué la paz no está ni se la espera en las elecciones israelíes

La campaña electoral israelí no ha hecho más que empezar, pero un asunto clave ya se ha hecho notar por su ausencia: la paz con los palestinos. A muchos estadounidenses –especialmente a los judíos, cuya abrumadora mayoría considera que este es el asunto más importante para Israel– quizá les sorprenda que ninguno de los candidatos esté hablando del proceso de paz. Pero varios incidentes recientes ayudan a explicar por qué no es una gran prioridad para la mayoría de los votantes israelíes.

Hace no mucho, el proceso de paz era el tema electoral más importante en Israel, casi el único. Pero en una encuesta publicada el mes pasado tanto quienes se tienen por centristas como los que se tienen por derechistas colocaron el proceso de paz como el último de los seis asuntos que se les presentaron. Incluso los que se identifican como izquierdistas lo situaron sólo en el tercer lugar, por debajo de la corrupción y la corrección de las desigualdades socioeconómicas.

Hay numerosas razones, bien conocidas, por las cuales los israelíes han dejado de creer que la paz es posible en un futuro próximo. Van desde el fracaso de todas las rondas de negociaciones previas y la negativa de los palestinos a negociar durante casi toda la última década, al hecho de que cada palmo de territorio que Israel ha entregado a los palestinos –tanto en Gaza como en la Margen Occidental– se ha convertido en un vivero de terroristas. Sin embargo, la causa originaria de todo lo anterior recibe mucha menos atención en el extranjero: el supuesto socio de Israel para la paz, la Autoridad Palestina (AP), adoctrina a su pueblo en el odio, casi patológico, a Israel.

He escrito muchas veces de cómo se manifiesta eso en los libros de texto y los medios palestinos. Pero nada lo ilustra mejor que tres incidentes ocurridos en los últimos dos meses.

El más llamativo se produjo en noviembre, cuando a un palestino acusado de vender inmuebles a judíos en el este de Jerusalén se le negó un entierro islámico por orden de los imanes del cementerio musulmán de Jerusalén, las autoridades religiosas de la mezquita de Al Aqsa y el gran muftí de la ciudad, nombrado por la AP. Finalmente fue enterrado, con la aprobación del rabino jefe de Jerusalén, en la sección no judía de un cementerio judío.

Por supuesto, vender tierra a judíos es un delito en la AP, que puede penarlo hasta con la muerte. De hecho, el mes pasado un palestino-americano fue condenado a cadena perpetua por ello. Ahora bien, en el islam, como en el judaísmo, es un mandato religioso procurar a los difuntos un enterramiento adecuado. En consecuencia, ni siquiera los crímenes más odiosos –por ejemplo, el asesinato de un musulmán por parte de un correligionario– impide que sus autores sea enterrados en un cementerio musulmán, igual que los criminales judíos tienen derecho a un enterramiento judío.

Por lo tanto, y a todos los efectos, los clérigos de la AP dictaron que un mandato religioso fundamental era menos importante que oponerse a la presencia judía en la ciudad más sagrada para el judaísmo (no por casualidad, la AP niega obstinadamente cualquier vínculo de Jerusalén con el judaísmo). El gran muftí Ekrima Sabri llegó a justificar su decisión aduciendo: “Cualquiera que venda [propiedades] a los judíos de Jerusalén no es miembro de la nación musulmana”. Si los clérigos de la AP afirman que vender siquiera un mero pedazo de tierra a los judíos te convierte en apóstata, ¿cómo se supone que va a firmar la AP un acuerdo de paz que garantiza oficialmente a los judíos el Israel anterior a 1967, que los musulmanes consideran que no es menos parte de la “Palestina histórica” que Jerusalén?

Ese mismo mes, la AP suspendió al jefe de policía de Hebrón después de que se publicaran mensajes en las redes sociales donde aparecía intentando ayudar a unos soldados israelíes a arreglar un jeep atascado (los mensajes originales decían que había cambiado un neumático al vehículo, pero lo negaron fuentes palestinas, y es muy improbable que los soldados fuesen incapaces de hacerlo por sí mismos). El coronel Ahmed Abu al Rub sólo estaba haciendo su trabajo: el jeep estaba atascado en una carretera palestina y bloqueando el tráfico palestino, así que, como policía, su deber consistía en intentar retirarlo y restablecer el tránsito.

Pero la interacción humana normal con los israelíes, o normalización, es anatema para muchos palestinos, incluidos numerosos funcionarios de la AP. Aunque la AP (normalmente) coopere con Israel en la lucha contra los terroristas de Hamás, porque considera a Hamás una amenaza existencial para sí misma, su política oficial desde hace más de siete años es prevenir el contacto personal con los israelíes. Así que, ¿cómo se supone que va a hacer Israel la paz, cuando el odio de la AP está tan arraigado que un acto normal de buena vecindad, como ayudar a unos israelíes con un problema con un coche –con el fin de descongestionar el tráfico–, puede poner en peligro el trabajo de un policía?

Por último, está la historia del centro comercial recientemente inaugurado en el este de Jerusalén. El centro, ubicado en un pequeño polígono industrial próximo a varios barrios árabes, presta servicio a los habitantes palestinos de dos formas: 1) el 35% de los locales son de propiedad árabe, y algunos de los otros son franquicias palestinas de cadenas israelíes, así que procura ingresos y trabajos a los palestinos; 2) a muchos árabes les viene mejor comprar allí que en los centros comerciales de los barrios judíos.

En resumen, mejora la economía y la calidad de vida de las zonas palestinas de la ciudad que la AP dice querer como su futura capital. Por lo tanto, se podría pensar que la AP se alegraría. En su lugar, el partido gobernante de la AP, Fatah, liderado por el presidente y supuesto socio de los israelíes para la paz Mahmud Abás, instó a los palestinos a boicotearlo y declaró que “comprar, alquilar o ir de tiendas” allí era una “traición a la patria”. ¿Por qué? Porque el propietario es judío. Y boicotear a los judíos es más importante para la AP que promover el bienestar de los habitantes palestinos de su pretendida futura capital.

Se puede hacer la paz con gente que quiere hacer la paz. Pero no se puede hacer la paz con gente que piensa que trabajar con los judíos para mejorar la economía palestina es una “traición a la patria”, que ayudar a los israelíes con un vehículo atascado puede justificar un despido o que vender tierra a judíos es un pecado tan abominable que el pecador ya no puede ser considerado musulmán. Y, como demuestran los incidentes citados, eso es exactamente lo que piensan los dirigentes de la AP.

Mientras esto sea así, seguirá sin haber perspectivas para la paz, y el proceso seguirá siendo la última de las prioridades para los israelíes. Hay demasiadas cuestiones sobre política gubernamental que importan a los israelíes como para desperdiciar el voto con algo que su Gobierno no tiene capacidad de cambiar.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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