Una paz falsa y teatral

Una disputa intratable que se soluciona enviando negociadores a un lugar remoto y obligándoles a resolver sus diferencias y a asumir su común humanidad: he aquí una de las grandes fantasías de la diplomacia. Y, evidentemente, también de los dramaturgos. Esta idea tuvo amplia difusión en 1988 con la producción neoyorquina de A Walk in the Woods, de Lee Blessing, versión dramatizada de las negociaciones nucleares SALT de 1982, entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En ella, dos diplomáticos representan a ambos países en sus paseos por los bosques suizos y llegan a un acuerdo que, aunque no estaba ratificado por sus Gobiernos, sugería que la paz entre enemigos implacables era posible siempre y cuando se abordara por medio de unas relaciones honestas.

Ahora está la aclamada obra de J. T. Rogers Oslo, que se representó en el Lincoln Center de Nueva York el pasado verano y que está previsto se reestrene en Broadway en primavera. Basada en las memorias del sociólogo noruego Terje Rod-Larsen, se trata de un docudrama sobre las conversaciones secretas que llevaron al acuerdo entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en los jardines de la Casa Blanca en septiembre de 1993. Aunque es elogiosa para con sus protagonistas –Larsen y su esposa, la diplomática Mona Juul, que a menudo rompen la cuarta pared para explicar al público el contexto y la cronología–, es fiel en general a los hechos sobre las negociaciones, que se iniciaron sin el conocimiento del primer ministro israelí, Isaac Rabín, poco después de que su Partido Laborista llegara al poder, en 1992.

Según Larsen, la idea de ese intento surgió en una visita a Gaza que él y su mujer hicieron durante la Primera Intifada, a finales de los años 80; allí fueron testigos de un enfrentamiento entre un soldado israelí y un palestino que estaba tirando piedras. Creían que ninguno de esos dos participantes en la refriega quería estar ahí y que ambos deseaban la paz. Los Larsen se acabaron convenciendo de que lo único que se necesitaba para superar el punto muerto era que los dos pueblos que luchaban por un mismo territorio entendieran que había una solución diplomática viable y lógica a su disposición. Pero esa opción sólo podía funcionar si ambas partes dejaban a un lado los miedos y prejuicios recíprocos y estaban dispuestas a alcanzar acuerdos razonables. Larsen también creyó que reunir a los negociadores y dejarlos a sus anchas podría dar lugar a la construcción de relaciones personales que superarían dificultades aparentemente insalvables.

Y resultó que su plan funcionó. O al menos lo hizo en la medida en que se logró que ambas partes firmaran un acuerdo. Tras las conversaciones iniciales entre unos palestinos duros como clavos y unos más flexibles académicos israelíes que trabajaron sin guion por mandato del viceministro israelí de Exteriores, Yosi Beilin, el verdadero avance se produjo cuando los israelíes contravinieron la prohibición por ley de su país de negociar con la organización terrorista y enviaron a un representante del Gobierno –Uri Savir, acólito del ministro de Exteriores, Simón Peres– a Noruega. Como Larsen esperaba, Savir estrechó lazos con el ministro de Finanzas de la OLP, Ahmed Qurie, más conocido como Abu Alá, durante unas tensas discusiones y los paseos que dieron alrededor del recóndito castillo noruego donde se celebraron las negociaciones.

Como muestra la obra, los palestinos siguieron presionando y lograron concesiones casi hasta el mismo momento de la firma oficial del acuerdo (patrocinado por Estados Unidos). Pero la mayoría de los israelíes se alegraron, porque los palestinos se comprometieron a reconocer el Estado de Israel y a poner fin al terrorismo y al conflicto.

Los Acuerdos de Oslo demostraron que la voluntad de la parte más fuerte a tratar a la más débil como igual, y a hacer concesiones contra el criterio de la mayoría de su población (y del jefe de Gobierno cuando era candidato), podía dar lugar a un pacto histórico.

Aunque a la representación de la firma le sigue una breve escena donde se explican las trayectorias posteriores de los participantes, el momento en que Rabín, Yaser Arafat y Bill Clinton posaron en el jardín de la Casa Blanca es el desenlace de la obra. A pesar del brillante elenco que le dio vida en el teatro Mitzi E. Newhouse del Lincoln Center, encabezado por Jefferson Mays y Jennifer Ehle (que bien podría ser la actriz más infravalorada de su generación), en los papeles de Larsen y su esposa, y de que la fresca dirección de Bartlett Sher sacaba de este árido material la mejor trama dramática posible, ese corte final es lo que hace fracasar la obra desde el punto de vista de la Historia.

Aunque Larsen tenía razón en que, en las circunstancias adecuadas, y con los útiles empujones de una parte neutral, se podía concretar un acuerdo, un trozo de papel no equivale a la resolución definitiva de un conflicto.

Sabemos que las intenciones de Beilin y su jefe, Peres –cuya representación en la obra como líder pomposo pero firme, dispuesto a dejar que el viento se llevara la precaución en aras de alcanzar su objetivo, es verosímil–, eran sinceras. Verdaderamente creían que dar a los palestinos lo que decían que querían crearía un “Nuevo Oriente Medio”. Pero, 23 años después, también sabemos, por sus actos y por lo que dijeron después, que el jefe de Qurie, Yaser Arafat, no tenía la misma idea en la cabeza. Arafat habló abiertamente entonces, en árabe, de su propósito de utilizar Oslo como parte de un plan para continuar la guerra contra Israel en condiciones más ventajosas, no para forjar una paz definitiva. Nunca dejó de financiar y fomentar el terrorismo, y utilizó su recién adquirido control de las escuelas y los medios palestinos para inculcar a las nuevas generaciones la ideología del odio hacia Israel y los judíos.

De hecho, en cuanto las tropas israelíes iniciaron su retirada y la OLP asumió el control sobre la mayor parte de la Margen Occidental y Gaza, en 1994, el partido de Arafat, Fatah, y sus rivales de Hamás iniciaron una sangrienta campaña terrorista. En el momento del asesinato de Rabín, en 1995, las encuestas reflejaban que una mayoría de israelíes había abandonado su euforia y ya se oponía al pacto, porque había constatado que la gran idea de Larsen había dado lugar a más matanzas, y la esperanza en la paz que se les había prometido era muy poca.

Los acontecimientos de los siguientes cinco años harían saltar completamente por los aires el concepto de Oslo y destruyeron el capital político de sus valedores israelíes. Aunque los Gobiernos israelíes, incluido el encabezado por el detractor de Oslo Benjamín Netanyahu, siguieron confiriendo a los palestinos más control sobre el territorio, los objetivos de Arafat nunca cambiaron. En 2000, en una cumbre en Camp David, cuando el primer ministro Ehud Barak ofreció a Arafat la estadidad y el control sobre casi toda la Margen Occidental, Gaza y una parte de Jerusalén (condiciones que Rabín había dicho eran inimaginables incluso después de Oslo), los palestinos dijeron que no, y enseguida lanzaron otra campaña terrorista aún más destructiva. Esa pauta la repetiría durante los siguientes dieciséis años el sucesor de Arafat, Mahmud Abás, mientras el coste en vidas a causa del terrorismo post Oslo facilitado por el acuerdo aumentaba por miles en ambas partes.

Visto bajo ese prisma, el aplauso del dramaturgo a Larsen, Juul y sus ayudantes parece históricamente ignaro. Como si una obra sobre los Cien Días de Napoleón terminara con su entrada triunfante en París en 1815 y dejara fuera la subsiguiente Batalla de Waterloo, el empeño teatral de coronar a Larsen como héroe victorioso de la paz fracasa de lleno, aunque al final se incluya una frase en la que Juul se pregunta en alto si lo que han hecho ha sido para bien.

Imaginemos lo que pensaríamos hoy de los empeños de los diplomáticos Paul Intze y Yuli Kvitsinsky –y de la celebración de ambos por parte de Blessing– si el enfrentamiento nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética no se hubiese convertido en una reliquia histórica. Imaginemos que Moscú hubiese visto el paseo por los bosques como una señal de la debilidad y el agotamiento de EEUU y hubiera llevado sus provocaciones a tal extremo que no se hubiese producido la paz, sino la guerra nuclear. Esa es la lógica de Oslo.

¿Importa que Broadway entienda esta historia de una manera tan lamentablemente equivocada? Probablemente no para los millones de israelíes que tienen cosas más importantes de las que preocuparse, ya que viven con las consecuencias de la chapuza de Larsen. Pero es más importante de lo que puedan pensar.

La abrumadora mayoría de los israelíes ven el proceso de Oslo como un experimento que fracasó estrepitosamente. Siguen a favor, como lo está supuestamente su primer ministro derechista, de una hipotética solución de dos Estados. Pero entienden que, hasta que no se produzca un cambio radical en la cultura política palestina que permita el reconocimiento de un Estado judío al margen de dónde se tracen sus fronteras, hacer más concesiones no sería tan contraproducente como suicida. Esa es la razón por la cual partidos de la izquierda israelí que patrocinaron Oslo son ahora una débil minoría.

Sin embargo, para muchos estadounidenses –especialmente para los judíos progresistas que constituyen el principal público de Oslo– la historia que siguió al logro de Larsen fue empujada hacia el agujero de la memoria e ignorada mientras se estaba produciendo. Lo mismo se puede decir de la Administración Obama y de los Gobiernos europeos que siguen proporcionando ayuda económica a una AP corrupta y patrocinadora del terrorismo mientras culpan a Israel del fracaso de Oslo y utilizan el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para criminalizar la presencia judía en Jerusalén.

No es casualidad que la “cronología de Oslo” ofrecida en el programa de mano del Lincoln Center cubra el periodo en que se desarrolla la obra pero sólo incluya el único caso de terrorismo israelí de la época (la matanza de la Tumba de los Patriarcas, en Hebrón, en 1994) y el asesinato de Rabín. El programa no dice nada de los incontables casos de terrorismo palestino durante el periodo, o sobre el posterior rechazo de Arafat y Abás de las ofertas israelíes de estadidad y paz.

Esas omisiones son asombrosamente infieles a la historia, pero son un reflejo preciso de la mentalidad de los que en Estados Unidos, desde Foggy Bottom a los salones universitarios, siguen culpando a Israel de la intransigencia palestina. Este falso relato es la raíz del mito de que los israelíes y Netanyahu echaron a perder la paz que Rabín había suscrito. Esa mentira también está en la raíz del creciente respaldo al movimiento BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones) contra Israel en Estados Unidos, y afianza el apoyo a organizaciones antisionistas como Jewish Voices for Peace, que han tomado J Street y Peace Now como hogar de los críticos progresistas del Estado judío. Esos grupos están ganando influencia en el Partido Demócrata.

Lejos de ser irrelevante para los asuntos de actualidad, las metidas de pata de Larsen y la falta de voluntad de Occidente para extraer conclusiones de lo sucedido tras los Acuerdos de Oslo explican los ultrajes contemporáneos a Israel y el sionismo. En lugar de dar crédito a los israelíes por dar poder a sus enemigos, Larsen, con su hábil intento de darle un empujón a la Historia, se une a los muchos que en el mundo siguen culpando erróneamente a Israel por no querer la paz que Oslo parecía prometer.

Resulta que, para tener tanta humanidad en común, el palestino que Larsen vio lanzar piedras en Gaza sigue teniendo una perspectiva sobre el conflicto diferente de la del israelí al que se opone. Gracias a Larsen y Oslo, ahora está armado con misiles que apuntan a ciudades israelíes y listo para utilizar túneles terroristas para secuestrar y asesinar judíos. Ese terrorista que está decidido a expulsar a los judíos de la tierra en vez de compartirla con ellos sigue sin tener el mismo objetivo que su israelí antagónico y estereotipado. Oslo y todo lo que siguió han demostrado repetidas veces qué parte estaba preparada para la coexistencia y qué parte la rechazó. Esa es la verdadera tragedia de Oslo y del conflicto de Oriente Medio, que la obra de Rogers y su entusiasmado público han obviado.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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