Simón Peres: una vida al servicio de Israel

La muerte de Simón Peres, a la edad de 93 años, es un momento para hacer balance no sólo sobre una de las figuras judías más extraordinarias de los últimos cien años, también de la historia del Estado de Israel, al que sirvió durante toda su vida adulta. Por su larga etapa como asistente del primer ministro David ben Gurión, y porque ocupó casi todas las posiciones de autoridad del Estado, la historia de Peres es también en gran medida la de su nación. Y es en ese contexto, y no bajo el prisma de algunas de las políticas que defendió, como deben juzgarse sus enormes contribuciones a Israel.

Como uno de los chicos de Ben Gurión, y con la potestad que le otorgaba ser director general del Ministerio de Defensa, fue Peres quien más contribuyó a construir la infraestructura de seguridad y la industria de defensa israelíes. Su diplomacia fue clave para la alianza que Israel forjó en aquel entonces con Francia. Eso no sólo condujo a la Campaña de Suez de 1956 (un gran éxito para Israel aunque fuera un desastre para Gran Bretaña y Francia), también a que Israel se hiciera con su primera generación de armamento sofisticado y al nacimiento del programa nuclear del propio Israel. Siguió a su jefe cuando salió del Gobierno y en su paso a la oposición, para resurgir como líder del Partido Laborista y ocupar varias posiciones importantes, entre ellas la de ministro de Defensa y, en dos ocasiones, la de primer ministro, pese a que nunca ganó unas elecciones.

Pero no es por su papel de organizador de la defensa de Israel en una época en que la seguridad del Estado judío pendía de un hilo por lo que más se le recuerda. Su legado político tiene más que ver con su desempeño como ministro de Exteriores en el Gobierno de Isaac Rabín, su rival implacable durante tanto tiempo, a principios de los 90. Peres fue la fuerza motriz en la decisión de contactar con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) a fin de tratar de acabar con el conflicto con los árabes, que precedía en mucho a la fundación de Israel. Aunque compartió el Premio Nobel con Rabín y el líder de la OLP Yaser Arafat, además de pugnar con más fuerza por lo que acabaría conociéndose como los Acuerdos de Paz de Oslo, fue el único que creía en lo que estaban haciendo.

A Peres le gustaba decir que era más filósofo que político. Esta etiqueta explica su dedicación a la idea de que un acuerdo del tipo paz por territorios podría terminar con décadas de conflicto, a pesar de las evidencias que convencieron a figuras mucho más templadas de que estaba condenado al fracaso. Su objetivo no era tanto lograr un acuerdo en materia de seguridad como la creación de lo que describía esperanzado como un Nuevo Oriente Medio –tal fue el título del libro que escribió al respecto, publicado en plena euforia post Oslo–, en que el peligroso vecindario en que habitaba Israel se convertía en una suerte de Benelux del Mediterráneo.

El problema era que su socio en las negociaciones, Arafat, no compartía sus nobles objetivos. El veterano terrorista utilizó la Autoridad Palestina creada por Oslo para lanzar las dos décadas de matanzas y conflictos que siguieron al momento de gloria de Peres en los jardines de la Casa Blanca en septiembre de 1993. La fe de Peres en la necesidad de la paz le impidió ver buena parte de los riesgos que estaba asumiendo. Cuando se le preguntaba por ello –como yo hice una vez–, comparaba los temores sobre Oslo con el viajero que lee la letra pequeña de su billete, que advierte sobre la posibilidad de que el avión se estrelle. Creía que el pueblo de Israel debía confiar en su piloto y no distraerse con preocupaciones irracionales. Pero, por desgracia, la fe en las buenas intenciones de Arafat fue recompensada con nuevas ofensivas terroristas, y no con la paz con la que él y el pueblo de Israel soñaban. El Estado judío acabó pagando un alto precio en sangre por el siniestro que él había pergeñado.

Ese terrible error de cálculo quizá haya definido a Peres, y para muchos de sus viejos enemigos políticos de la derecha sigue definiéndolo. Pero lo curioso de Peres es que fue capaz de dejar atrás los desastres de la mitad de su carrera política como hizo con su anterior avatar como uno de los ministros más duros del país. Tras décadas de ser considerado el máximo embaucador del país (un sambenito que le colgó Rabín, y no sus enemigos del Likud) y un eterno perdedor (entre 1977 y 1996 llevó al Partido Laborista a cuatro derrotas y un empate), acabó siendo su veterano estadista más querido.

¿Cómo fue posible?

En parte fue fruto de su mera longevidad. En el cambio de siglo, Peres era uno de los últimos supervivientes de los líderes fundadores que seguían participando activamente en los asuntos del país. Toda una vida dedicada al servicio público, aunque no siempre de manera exitosa, le confería cierta autoridad. Al final, las polémicas –no importa lo amargas que hayan sido– han importado menos que el hecho de que se tratara de un hombre cuya biografía es inseparable de los hitos más importantes de la historia de su país.

Asimismo, muchos israelíes acabaron comprendiendo su desfavorable reputación política no era totalmente merecida. Peres, un hombre ingenioso, parlanchín, cosmopolita y culto (era una delicia entrevistarlo) que había nacido en Polonia, era lo opuesto al estereotipo del borde hasta casi rozar la grosería del sabra (nacido en Israel) que era Rabín. La presunción de que el segundo tenía que ser más de fiar tenía más de prejuicio cultural que de otra cosa.

Tal vez también muchos israelíes, incluidos algunos que no formaban parte de su electorado natural de izquierdas, acabaron comprendiendo que, aunque Oslo fuese un desastre, su defensa del acuerdo era totalmente sincera. Tal vez consideraran que sus sueños de un “Nuevo Oriente Medio” eran una fantasía peligrosa, pero lo reconocían como un filósofo con ideales nobles que defendía algo que podría haberse hecho realidad en un mundo mejor, con enemigos menos bárbaros.

No hace falta aplaudir todas sus ideas para entender que pocas personas han estado al servicio de una nación democrática durante tanto tiempo y con tanta fidelidad como Simón Peres lo estuvo al de Israel. Él y los otros gigantes que contribuyeron a que el Estado judío sobreviviera y prosperara –un grupo que comprende a Ben Gurión, Menájem Béguin, Moshé Dayán, Rabín, Ariel Sharón e Isaac Shamir– obraron milagros. El Israel moderno no habría sido posible sin ellos. Bendita sea su memoria.

© Versión en inglés: Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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