La Primavera de Morsi

Casi todo el mundo entendió mal la Primavera Árabe.

A simple vista, en Oriente Medio y el norte de África los políticos progresistas parecían brotar como margaritas al acabar 2010, cuando una revolución no violenta se extendió desde Túnez a Egipto, Libia y Siria. El autócrata de Túnez, El Abidine ben Alí, cayó en cuestión de semanas, y una semana después le siguió Hosni Mubarak en Egipto. Después estallaron rebeliones en Libia contra el tirano Muamar Gadafi y en Siria contra Bashar al Asad.

Túnez salió adelante razonablemente bien. Ahora se rige por un Gobierno secular democráticamente elegido. Pero en todos los demás sitios la Primavera Árabe fue un estrepitoso fracaso. Siria es el epicentro del ISIS, y está padeciendo su quinto año de catastrófica guerra civil. Libia se está desintegrando en un escenario bélico terrorista. Los egipcios eligieron inicialmente un Gobierno de los Hermanos Musulmanes y después lanzaron vítores cuando el Ejército derrocó a su primer y único presidente electo –Mohamed Morsi, de la propia Hermandad– y sustituyó su bisoña pseudodemocracia con otra dictadura militar.

La Primavera Árabe fracasó por distintas razones en cada sitio, pero en ningún país las expectativas se vieron tan violentamente arruinadas como en Egipto.

En Arab Fall: How the Muslim Brotherhood Won and Lost Egypt in 891 Days, el investigador y periodista Eric Trager ha escrito la historia definitiva del auge y caída de los Hermanos Musulmanes, empezando con la revuelta contra Mubarak, las elecciones que llevaron a aquéllos al poder, el inepto y condenado Gobierno de Morsi y su destrucción a manos del Ejército.

“Lo que parecía una Primavera Árabe democratizadora para muchos observadores extranjeros”, escribe Trager, “fue en realidad un Otoño Árabe para muchos egipcios, en cuyo país el clima político se fue enfriando cada vez más con el paso del tiempo”.

¿Cómo es posible que tantos periodistas, diplomáticos, académicos y analistas se equivocaran tanto respecto a Egipto? En parte se debió a la esperanza y a la ingenuidad. Pero también a que los Hermanos Musulmanes hicieron una campaña de mentiras notablemente eficaz dentro y fuera del país, a fin de convencer al mayor número posible de gente de que era una organización políticamente moderada que contaba con el apoyo de unas bases amplias y diversas. Quería ganarse la confianza de los egipcios que no anhelaban una teocracia islamista y temía una reacción hostil de Occidente, así que se embarcó en una táctica de presión a toda cancha en los medios egipcios, europeos y norteamericanos. The Washington Post publicó incluso un artículo de uno de sus líderes, Abdel Moneim Abuel, que escribía que los Hermanos “celebraban la diversidad y los valores democráticos”.

Sus portavoces más curtidos en los medios pregonaban a la menor ocasión esta consigna a cualquier periodista y diplomático que quisiera escuchar, pero era el lema utilizado durante décadas por los Hermanos lo que revelaba sus verdaderas creencias. Un lema que reza:

Alá es nuestro objetivo, el Profeta es nuestro líder, el Corán es nuestra Constitución, la yihad es nuestro camino y el martirio en nombre de Alá es nuestra máxima aspiración.

“Los Hermanos Musulmanes nunca fueron una organización moderada o democrática, en ningún sentido”, escribe Trager. “Es una vanguardia férreamente vinculada a un objetivo que se afana por controlar totalmente a sus miembros para poder movilizarlos y que refuercen la interpretación sumamente politizada del islam de Hasán al Bana [el fundador] como concepto omnicomprensivo. Acepta las instituciones democráticamente electas como mecanismo para llegar al poder, pero su fin último es teocrático: busca la fundación de un Estado islámico y, a la postre, un Estado islámico global que desafíe a Occidente”.

Trager vio lo que otros no vieron en parte porque los Hermanos lo pusieron en la lista negra y le obligaron a buscarse acceso a unas fuentes más allá de los insulsos gabinetes de prensa. “Mi objetivo era entrevistar a los líderes menos conocidos de los Hermanos a todos los niveles, a las personas que acudían a las mismas reuniones que sus compañeros más destacados pero tenían menos experiencia con los medios y por lo tanto guardaban menos cautelas a la hora de compartir información”, escribe. “Resulta que estas personas no habían recibido la circular con la lista negra”.

Fue descubriendo poco a poco lo que distinguía a los Hermanos Musulmanes de otras organizaciones políticas egipcias, incluidos otros partidos islámicos: su rígida organización, muy parecida a la de una secta. Convertirse en miembro de pleno derecho lleva entre cinco y ocho años. Cada reclutado debe pasar por varias fases en un proceso de adoctrinamiento en el que es meticulosamente supervisado y condicionado para acatar la línea del partido con inquebrantable y acrítica obediencia. “Cuando se completa ese proceso de entre cinco y ocho años (y a veces más)”, anota Trager, “la vida social del hermano musulmán gira casi exclusivamente en torno a la organización; abandonarla supondría la excomunión respecto a sus amigos más cercanos”.

La caza terrestre y la movilización para conseguir votos de los Hermanos Musulmanes tampoco tienen parangón. Esa es la causa de que ganaran las elecciones parlamentarias de 2011 y las presidenciales de 2012. A tan sólo tres días de la primera vuelta de las presidenciales, el candidato de la Hermandad, Mohamed Morsi, iba en un lejano tercer puesto, y sin embargo el día de las elecciones se puso en primer lugar y venció al secular Ahmed Shafik en la segunda vuelta. “Los islamistas ganaron porque estaban excepcionalmente bien organizados, no porque fuesen extraordinariamente populares”, refiere Trager.

Los analistas, pues, se equivocaron respecto a los Hermanos no una sino tres veces: al tragarse la mentira de que eran moderados, al asumir que era totalmente imposible que ganaran y al creer que eran la corriente mainstream y más popular después de que en efecto ganaran.

Las equivocaciones van en ambas direcciones. Los Hermanos y la Administración Obama se interpretaron mal mutuamente. El antiamericanismo paranoide de los líderes de los Hermanos les llevó a creer que Washington haría todo lo posible para socavarlos o derrocarlos. La Casa Blanca y el Departamento de Estado, mientras, pensaban que el compromiso amistoso adquirido por Obama en su discurso de El Cairo de 2009 evitaría que los Hermanos apretaran el puño. Trager:

Desde el punto de vista de la Administración, esta política se basaba en el realismo: Egipto era un importante aliado para Estados Unidos, y por lo tanto no había muchas más opciones que colaborar con los Hermanos una vez hubieron llegado al poder.

La política egipcia fue de mal en peor. Morsi, en efecto, se proclamó faraón con un poder ejecutivo y legislativo absoluto, algo que ni siquiera Mubarak hizo jamás. Un mes después dio un paso más y se situó por encima del poder judicial anunciando que sus declaraciones constitucionales eran “definitivas y vinculantes e inapelables de ninguna manera ni por ninguna entidad”. Fue, apunta Trager, “una afirmación poderío legal absoluto, lo que convertía a Morsi en un dictador y echaba por tierra su legitimidad democrática”. Morsi no era un dictador sólo despiadado sobre el papel: también lo fue en los hechos. Tras únicamente siete meses en el poder, ya había detenido a cuatro veces más periodistas por “insultar al presidente” que los encarcelados por Mubarak en tres décadas.

Cuando la población egipcia, tras cocer a fuego lento, rompió a hervir en respuesta al desgobierno de los Hermanos, el daño a la reputación de El Cairo y de Washington ya estaba hecho. La gota colmó el vaso en junio de 2013, cuando Morsi nombró a Adel al Jayat gobernador de Luxor. Al Jayat era algo más que un simple islamista. Era un terrorista que había masacrado a 62 personas, la mayor parte turistas, en 1997 en el templo de Hatsheput. Morsi se enfrentó a la protesta más multitudinaria de la historia del país. Al Jayat duró apenas una semana en el cargo, y diez días después de ser apartado el general Sisi organizó su golpe y defenestró a los Hermanos.

Trager cubrió gran parte de estos acontecimientos antes de escribir Arab Fall. Escribió en tiempo real en varias publicaciones, informando sistemáticamente de que los Hermanos Musulmanes eran decididamente extremistas y eternamente hostiles a Occidente, el pluralismo y la democracia. A diferencia de muchos observadores, Trager no tiene nada de qué disculparse. Sus argumentos fueron controvertidos en su día. Han dejado de serlo.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

Eric Trager, Arab Fall: How the Muslim Brotherhood Won and Lost Egypt in 891 Days, Georgetown University Press, 2016.

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Fuente: El Medio

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