En qué se parece Barack a Ike

La República Islámica de Irán es, según nada menos que el Gobierno de EEUU, el principal Estado patrocinador del terrorismo. Su brazo libanés, Hezbolá, perpetró atentados suicidas contra marines estadounidenses en Beirut en 1983. Más recientemente, milicias chiíes respaldadas por Irán mataron a cientos de soldados en Irak. Sólo unos meses después de iniciada la revolución islámica de 1979, los dirigentes de Irán empezaron a tomar rehenes estadounidenses. Y siguen haciéndolo.

El régimen clerical representa una importante amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos, y una amenaza existencial para los países suníes de Oriente Medio y para su único Estado judío. Persigue lo que, en una época anterior, habríamos considerado un imperio.

Así que el otro día, cuando Barack Obama visitó la base de las Fuerzas Aéreas de MacDill, en Florida, para pronunciar su último discurso sobre seguridad nacional como presidente, ¿qué tuvo que decir sobre Irán y su continuado uso del terrorismo, así como de la animosidad de su líder supremo hacia Estados Unidos y de sus ambiciones hegemónicas?

“Pensemos simplemente en lo que hemos hecho en estos últimos ocho años sin disparar un solo tiro”, presumió. “Hemos hecho retroceder el programa nuclear de Irán”. Esa fue su única referencia a Irán. E inducía a error. Los líderes iraníes han paralizado o ralentizado algunas partes de su programa nuclear y, seamos claros, estamos hablando de un programa de armas nucleares. Pero otras, como el desarrollo de misiles balísticos y la investigación avanzada sobre centrifugadoras, han proseguido a buen ritmo.

Tampoco es cierto, como dio a entender Obama, que el Plan de Acción Conjunto y Completo –el acuerdo no rubricado y no vinculante que Obama cerró con Teherán pese al rechazo del Congreso y de la opinión pública– evite que los ayatolás se doten de armamento atómico. Al contrario: les proporciona una vía hacia ese objetivo incluso si siguen comprometidos con lo que ellos denominan la yihad contra Occidente.

Hace unos dos años, Michael Doran, ex directivo del Consejo de Seguridad Nacional y actualmente investigador del Hudson Institute, elaboró un informe de 9.000 palabras exhaustivamente documentado –que publicó la revista digital Mosaic– donde determinaba que el acercamiento a Irán había sido una “prioridad perentoria” para Obama desde sus primeros días en la Casa Blanca. Sin embargo, “envolvió su fijación (…) en extraordinarias capas de secretismo”, convencido de que ni el Congreso ni la opinión pública de EEUU le darían su apoyo.

La motivación sigue sin estar clara. Tal vez creía que los dirigentes de Irán albergaban agravios legítimos que modificarían sus posiciones si se les prestaba atención. Tal vez se veía a sí mismo como un artífice kissingeriano de lo que Doran llamó “una gran visión de un nuevo orden para Oriente Medio”, una arquitectura que equilibraría el poder de persas/chiíes, árabes/suníes e israelíes/judíos en la región. O, lo que es más alarmante, tal vez sea incapaz de distinguir entre los amigos y los enemigos.

No sería la primera vez que se da una confusión así, como aclara Doran en un nuevo libro, Ike’s Gamble (“La apuesta de Ike”), donde explica que el presidente Dwight D. Eisenhower se equivocó en su interpretación del panarabismo, al que se podría considerar el precursor del panislamismo. Eso le llevó al desarrollo de una estrategia en Oriente Medio de la que acabaría arrepintiéndose.

La historia comienza en 1953, cuando Eisenhower llegó por vez primera a la Casa Blanca. Gran Bretaña tenía 80.000 soldados estacionados a lo largo del Canal de Suez. Gamal Abdel Naser, que se había hecho con el poder en Egipto mediante un golpe el año anterior, exigía su retirada.

“Eisenhower creía que la labor de EEUU era ser un mediador honesto entre los británicos y los nuevos nacionalistas árabes, que buscaban una reparación por parte de sus antiguos gobernantes”, escribe Doran. “De ninguna manera idiosincrásica, la visión de Ike sobre el papel de EEUU en la región era de lejos la dominante en Washington, y se veía reforzada por la postura de la élite de la política exterior hacia Israel, que se podría describir, en el mejor de los casos, como distante, cuando no decididamente adversa”.

Eisenhower veía a Naser como un antiimperialista que, si EEUU le daba su apoyo, podría atraer a otros árabes a una asociación estratégica contra la Unión Soviética. Con esta idea, se alineó con el dirigente egipcio cuando nacionalizó el Canal de Suez y se colocó frente a los británicos, los franceses y los israelíes, que trataron de recuperar por la fuerza el control de ese activo estratégico.

La CIA incluso equipó a Naser con un poderoso sistema de transmisiones. La Voz de los Árabes pronto empezó a difundir la “ideología radical panárabe de Naser, en todo su esplendor antioccidental y antisionista, a cada hogar árabe de Oriente Medio. Al final, Naser, gravitando no hacia Washington sino a Moscú, trabajaría con diligencia para debilitar la posición de Occidente en Oriente Medio”.

Acabó siendo obvio que el interés de Naser era el poder y la hegemonía sobre otros Estados árabes (como Irak, Jordania, Siria y el Líbano), en vez de la autodeterminación y la libertad. La coexistencia pacífica con Israel ni se planteaba. Él se quedaría con lo que pudiese conseguir de Estados Unidos, pero jamás se uniría a una comunidad internacional encabezada por los americanos.

Son muy llamativos los paralelismos entre cómo la Administración Eisenhower veía Egipto entonces y cómo ve hoy a Irán la Administración Obama. Hoy, “los movimientos islamistas transnacionales están agitando la región de manera similar a como lo hizo el panarabismo de Naser”, escribe Doran.

Ahora bien, con el tiempo, Eisenhower reconoció que se había equivocado al creer que “ayudar a los árabes a equilibrar el poder de israelíes y europeos era la clave de una estrategia regional exitosa”. Y, años después, “dijo arrepentirse por haber tratado tan duramente a sus aliados en Suez, incluso llegó a ver a Israel como un activo estratégico”.

Hasta el momento, Obama sigue cerrando los ojos a la evidencia de que el objetivo a largo plazo de la revolución iraní sigue siendo el mismo: “¡Muerte a América!”. Obama rechaza la posibilidad de que los moderados de Irán sean en realidad unos estrategas pragmáticos ansiosos por aceptar el dinero estadounidense que no están dispuestos a hacer nada más que aplicar un poco de paciencia en lo concerniente a sus ambiciones islamistas e imperiales.

© Versión original (en inglés): Foundation for Defense of Democracies
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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