En qué momento se jodió Pakistán

Se suponía que Pakistán iba a ser un modelo, un ejemplo para otros países. Se fundó tras la Segunda Guerra Mundial, en el ocaso del Imperio Británico y mientras la India se preparaba para la independencia. Aunque se alegraban de ver el fin del Raj, los musulmanes indios sentían aprensión por convertirse en minoría en una tierra de mayoría hindú. En su lugar, imaginaban lo que podría llamarse una solución de dos Estados: el establecimiento de una patria para los musulmanes del subcontinente en las zonas donde los musulmanes eran mayoría. Su nueva nación iba a ser libre, pluralista y tolerante. “Partimos del principio fundamental de que todos somos ciudadanos, y ciudadanos iguales de un mismo Estado”, declaró Mohamed Alí Yinah, el Quaid e Azam (Gran Líder) en 1947.

¿Qué salió mal? En un excelente libro, Purifying the Land of the Pure (“Purificando la tierra de los puros”), Farahnaz Ispahani relata y lamenta el “descenso” de Pakistán a lo que hoy es: ni libre, ni democrático ni tolerante; un país que es al mismo tiempo patrocinador y víctima del terrorismo.

Ispahani, global fellow del Woodrow Wilson International Center for Scholars de Washington, fue durante años periodista y funcionaria pakistaní de alto nivel. Es indudable que ama su tierra natal. Lo dudoso es que pueda volver alguna vez sin correr peligro. Pakistán –escribe– empezó siendo “un Estado moderno liderado por personalidades laicas”. Pero no pasó mucho tiempo hasta que importantes “líderes religiosos y políticos declararon que el objetivo de la creación de Pakistán era el establecimiento de un Estado islámico”.

Esa tensión se manifiesta incluso en el nombre del país. Pakistán es un acrónimo de Punyab, Afgania, Cachemira, Sind y Baluchistán. Pero en urdu, la lengua franca del país, significa “Tierra de los Puros”. Para quienes Ispahani denomina “activistas islámicos”, eso implicaba un Estado que abrazaría los valores musulmanes y las leyes islámicas tal como ellos las definían.

Tras la partición de 1947, millones de musulmanes indios se trasladaron a Pakistán, mientras que millones de hindúes hicieron el recorrido opuesto. No fue un caso único: tras el colapso del Imperio Otomano, los cristianos huyeron de Turquía y los musulmanes griegos se reasentaron en el corazón de Turquía. También se produjo una transferencia de población entre los judíos y los musulmanes de Oriente Medio. Todas estas transiciones de la época colonial causaron sufrimiento, pero en el subcontinente tanto la escala como la mortandad fueron mayores: hubo hasta 12 millones de personas desplazadas y al menos dos millones de muertos a causa de la violencia intercomunitaria.

A pesar de las migraciones, hindúes, sijs, jainitas, parsis, cristianos y judíos constituían el 23% de la población de Pakistán en el momento de la independencia. Tal vez sus derechos habrían quedado mejor protegidos si Yinah no hubiese muerto en 1948. Pero al año siguiente la Asamblea Constituyente declaró oficialmente que el objetivo de la constitución de Pakistán sería la “creación de un Estado islámico”.

En 1956 Pakistán se convirtió en el primer país en declararse “república islámica”, señala Ispahani. Diecinueve años después, el general Mohamed Zia ul Haq se hizo con el poder mediante un golpe militar. Hasta su muerte en un accidente de avión, en 1988, su principal misión fue promover la islamización de Pakistán. Como consecuencia, hoy las comunidades minoritarias constituyen sólo el 3% de la población; pero en un total de 195 millones de habitantes siguen siendo un número elevado. El prejuicio y la persecución no han cesado. Probablemente están yendo a peor.

Piénsese en el caso de Asia Bibi, una cristiana que trabajaba en 2009 en una granja y a la que la esposa del patriarca de la aldea pidió que le acercara agua potable, refiere Ispahani. Al parecer, otras campesinas musulmanas se negaron a beber diciendo que era “sacrílego” e “impuro” aceptar agua de Asia Bibi, puesto que no era musulmana. Asia Bibi se ofendió y dijo: “¿Es que no somos seres humanos?”. Se produjo una discusión, tras la cual Bibi fue arrestada, condenada por blasfemia y condenada a muerte. Salman Tasir, el gobernador (musulmán) del Punyab, la defendió contra las leyes antiblasfemia. Los mulás dictaron fetuas condenándolo y fue asesinado por uno de sus propios guardaespaldas. Bibi sigue en la cárcel.

Visité Pakistán por primera vez a principios de los años ochenta. Incluso me reuní brevemente con el presidente Zia, aunque no fui lo bastante espabilado para entender el daño que el general estaba causando al país. Mi última visita fue en 2009. Recuerdo a un conocido de Karachi contándome lo cosmopolita que había sido la ciudad cuando él era joven. “Entonces era un lugar mejor”, dijo con melancolía. Pero obligar a marcharse a quienes habían dado diversidad a Karachi –añadió– no había mejorado las relaciones entre la más demográficamente homogénea población que quedó. Al contrario: ahora hay una grave discriminación y frecuentes ataques contra los musulmanes no suníes, incluidos los ahmadíes (que han sido declarados oficialmente no musulmanes), los sufíes y los chiíes.

Planteé estas cuestiones en una conferencia en la Universidad de Karachi. Un estudiante me tiró un zapato a la cabeza. No llegó a darme, pero al día siguiente en las portadas de los periódicos del país el estudiante era presentado como un héroe que defendía el honor de Pakistán. A mí se me presentaba con menos simpatía.

Una cuestión adicional: Ispahani no podría haber escrito este libro si se hubiese ceñido a las rigideces de la corrección política. Los sistemas de creencias que han llevado a Pakistán a donde hoy está no se ajustan a la descripción de extremismo violento. En su lugar, ella habla “islamismo”, “yihadismo”, “militancia islamista” y “terrorismo islámico”, terminología que abre la ventana a ideologías y teologías que ahora amenazan a los pueblos libres (y a quienes querrían serlo) en todo el mundo.

Diría que la historia de Pakistán enseña al menos tres lecciones. La primera: que las elecciones, por sí solas, no producen democracia; la segunda: que el gobierno de la mayoría sin protección para los derechos de la minoría lleva a un antiliberalismo descomunal; la tercera: un Estado comprometido con alcanzar la pureza religiosa siempre encontrará súbditos que necesiten ser purificados. Por ese camino se llega al despotismo.

© Versión original (en inglés): Foundation for Defense of Democracies
© Versión en español: Revista El Medio

Farahnaz Ispahani, Purifying the Land, Harper Collins, 2016, 264 páginas.

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Fuente: El Medio

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