El insostenible 'statu quo' en el Monte del Templo

Pese a 23 años de repetidos fracasos, Martin Indyk sigue convencido de que sabe con exactitud cómo resolver el conflicto israelo-palestino. Sin asomo de vergüenza, el otro día reveló su último plan en The New York Times. Su enfoque se basa en la idea de Jerusalén primero, y aboga por que la Ciudad Vieja quede sometida a “un régimen especial que mantenga el statu quo religioso y asegure que las tres autoridades religiosas siguen administrando sus respectivos lugares sagrados”. Pero con un característico desprecio a la realidad, ignora el elefante en la habitación: el statu quo que pretende preservar, especialmente en el Monte del Templo, es en realidad inaceptable para ambas partes, y debería serlo para cualquiera al que le preocupe el derecho fundamental a la libertad de culto.

A diferencia de tanto partidario del proceso de paz, Indyk no actúa como si los judíos no tuviesen conexión alguna con el Monte y admite que en él se encuentran “las ruinas de los lugares sacrosantos del judaísmo”. Simplemente, parece pensar que es perfectamente razonable esperar que los judíos renuncien a cualquier vínculo, incluso el más frágil, con su lugar más sagrado. Para siempre. No es que lo diga, naturalmente, con tanta franqueza. Pero si se considera lo que está ocurriendo en el Monte en la actualidad, cuando las autoridades islámicas todavía no tienen el control absoluto, es difícil esperar que su solución pueda producir cualquier otro resultado. Y es igualmente difícil entender por qué alguien podría considerar aceptable la situación actual.

Hace unos días, por ejemplo, guardias palestinos a sueldo del Waqf islámico (una institución religiosa) que dirige los asuntos cotidianos del Monte trataron de expulsar a un arqueólogo israelí por el mero hecho de atreverse a utilizar la expresión “Monte del Templo” en una charla con estudiantes estadounidenses. Exigieron que utilizara el nombre islámico del Monte, y cuando se negó exigieron que los policías israelíes lo expulsaran. Otros guías turísticos relataron después al Times of Israel que no es un suceso infrecuente.

Por desgracia, la Policía israelí –que hace mucho decidió que su trabajo en el Monte no es proteger los derechos de los israelíes, sino doblegarse a cada capricho del Waqf para evitar que los árabes provoquen disturbios– secundó la petición de que el doctor Gabriel Barkay dejara de utilizar el nombre judeocristiano del lugar. Pero al menos también dijeron a los guardias del Waqf que no podían echarlo simplemente por hablar del “Monte del Templo”. Bajo un absoluto control islámico, pronunciar siquiera ese nombre sería obviamente una ofensa punible.

O consideremos si no lo que le ocurrió a la reportera del Jerusalem Post Lahav Harkov cuando visitó el Monte en septiembre de 2015. Como de costumbre, los guardias del Waqf la hostigaron constantemente por todo, desde el largo de su falda (por debajo de las rodillas, y no a la altura de los tobillos) hasta que se quedara quieta más tiempo del considerado adecuado por los guardias o que tomara fotos. Pero el clímax llegó cuando, emocionada por sus reflexiones sobre el Templo, rompió a llorar inesperadamente. Un guardia del Waqf empezó inmediatamente a chillarla en árabe. Y, una vez más, un Policía israelí secundó lamentablemente la queja del Waqf: “No puedes cerrar los ojos y llorar. Eso es como rezar”.

Pero, al menos, la Policía israelí no la echó a patadas del Monte. Si el Waqf se hubiese salido con la suya, jamás se le habría permitido volver a entrar.

En un reportaje de 2014 para el Jerusalem Center for Public Affairs, el periodista Nadav Shragai, experto en historia de Jerusalén, explicó de qué maneras el statu quo sobre el Monte se había ido erosionado en detrimento de Israel desde 1967. Las horas de visita para los judíos se han reducido drásticamente; los judíos ya no pueden entrar en las mezquitas, pese a que la parte del Monte ocupada por ellas ha crecido enormemente; se ha permitido al Waqf destruir impunemente reliquias arqueológicas judías, y así sucesivamente. Todo esto ha ocurrido a pesar de que Israel controla nominalmente el Monte.

Pero para los palestinos, incluso el único derecho que los judíos conservan sobre el Monte, el derecho a que un número estrictamente limitado de judíos hagan visitas estrictamente controladas –siempre y cuando no les importe el hostigamiento constante y se abstengan de hacer nada ofensivo para el Waqf, como rezar, llorar o utilizar la expresión “Monte del Templo”–, es inaceptable. La posición de consenso entre los palestinos es, como verbalizó memorablemente su moderado líder, Mahmud Abás, que los judíos que suben al Monte lo están “profanando” con sus “sucios pies”. En resumen: los palestinos no tienen interés en preservar el statu quo; lo que quieren es prohibir a cualquier judío volver a poner un pie en el Monte.

Cada vez más judíos consideran igualmente inaceptable el statu quo, y con razón. No hay motivo por el que los judíos no puedan visitar su lugar más sagrado cuando quieran y las veces que quieran, con excepción de, por ejemplo, las festividades musulmanas o durante el rezo de los viernes en las mezquitas. No hay motivo por el que los visitantes judíos no puedan siquiera derramar una lágrima o usar el nombre hebreo del Monte. Y, sobre todo, no hay motivo por el que deba negarse a los judíos el derecho a rezar en su lugar más sagrado mientras no lo hagan en la propia mezquita, lo que de todos modos no querrían hacer, ya que la ley judía prohíbe entrar en el área donde antiguamente se erigía el Sanctasanctórum, cuya ubicación exacta se desconoce. De modo que la oración judía sólo sería posible en las áreas periféricas, donde no hay peligro de infringir la ley judía.

Tampoco se puede sostener de manera creíble que es imposible que los judíos y los musulmanes compartan un lugar sagrado; por insistencia de Israel, lo han estado haciendo en la Tumba de los Patriarcas y Hebrón durante décadas. Lo único que hace al Monte distinto es que allí Israel se ha abstenido de defender un acuerdo similar de igualdad de acceso.

De ahí que, en lugar de santificarlo, hace mucho tiempo se debió admitir que el statu quo vulnera flagrantemente el derecho fundamental a la libertad de culto, que esas vulneraciones sólo van a peor y que el deterioro seguirá a menos que Israel tome medidas para corregirlo. En resumen: es hora de que Israel rechace el statu quo y empiece por fin a proteger los derechos tanto de los judíos como de los musulmanes en el Monte. Y es hora de que Estados Unidos, cuya Constitución consagra la libertad de culto, respalde plenamente a Israel en esa labor.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

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Fuente: El Medio

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