Auge y colapso de la 'ejemplar' Turquía

Hace apenas dos años Soner Cagaptay, del imprescindible Washington Institute for Near East Policy, profesor en Yale, Princeton, Georgetown, en tiempos jefe del Programa de Estudios Avanzados sobre Turquía del Instituto del Servicio Exterior del Departamento de Estado norteamericano, dio a la imprenta The Rise of Turkey, el auge de Turquía, “la primera potencia musulmana del siglo XXI”, según proclamaba el subtítulo de esta obrita justamente ensalzada por el senador republicano John McCain, el exsenador demócrata Joseph Lieberman o Dennis Ross, exconsejero del enseguida expresidente Barack Obama.

Con una suerte de fascinación contenida, en esas páginas el profesor turco-americano daba cuenta del asombroso cambio que había experimentado su país natal en los últimos decenios, cambio del que Cagaptay había sido testigo tanto en la distancia como de primera mano y que había llevado a Turquía a las puertas de cumplir su sueño ancestral: dar alcance a Occidente y asentarse con confianza y sin complejos en la Modernidad.

Desde los años 80 del siglo pasado, Turquía se había abierto al mundo y el mundo por su parte había ido prestando cada vez más atención a Turquía, constatando con el propio Cagaptay que el país euroasático estaba dejando atrás el subdesarrollo y resueltamente se abría paso en la escena internacional, mientras el norte de África y el Medio Oriente convulsionaban tras la eclosión de la Primavera Árabe y Europa lidiaba con una crisis económica e institucional de primera magnitud, lo que hizo que la estabilidad y el crecimiento turcos brillaran con especial fuerza. Turquía descollaba y daba forma a un modelo de desarrollo que la emparejaba con los famosos Brics (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica) y le ponía en disposición de disputar a Indonesia el papel de gran potencia democrático-musulmana del s. XXI.  

Cagaptay no dudaba en atribuir gran parte del milagro turco al primer gobernante islamista del país, el siempre controvertido Recep Tayyip Erdogan, que con su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) parecía estar cuadrando el círculo de una nueva Turquía más moderna pero menos laica, conservadora y sin embargo muy dinámica; capitalista, musulmana, menos (de)pendiente de Europa; dispuesta a servir de gran puente entre Oriente y Occidente a base de atesorar “lo mejor de ambos mundos”. Por eso pensaba nuestro autor que su influjo sobre Oriente Medio y más allá podía ser tan poderoso como benéfico para la propia Turquía y para los países de su entorno. Y por supuesto para una UE a la que la heredera de la Sublime Puerta ya no tendería la mano con perentoria necesidad.

Pero al 2014 promisorio le siguió el funesto 2015, con la tremenda reactivación de la guerra entre el Estado turco y el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) y los atentados espantosos del Estado Islámico, que abrió nuevos frentes de la guerra siria en las calles, plazas y terminales internacionales de las neurálgicas Estambul y Ankara. Además o sobre todo, Erdogan ha despejado de una vez por todas las dudas y resultado no ser Konrad Adenauer sino un émulo de Vladímir Putin, el liberticida, y por su causa o culpa la sociedad turca se halla partida por la mitad, con un grueso muro de odios, incomprensiones y resentimientos separando a los hunos de los hotros, que diría Unamuno. Turquía en trance ya no es lo que era en ese 2014 al que apenas le ha dado tiempo a difuminarse: Turquía en 2017 desde luego no es el país del futuro y más que el campeón musulmán del siglo XXI parece un gigante con pies de barro al que las instituciones democráticas se le están desmoronando, por no decir que las está dinamitando el mismísimo jefe del Estado.

“He venido siendo optimista sobre Turquía, pero ahora estoy preocupado”, escribe en estos días Cagaptay, que ya no contiene la fascinación sino la frustración o el desencanto y que anda preparando un nuevo libro que promete ser tan interesante y sustancioso como el que le celebraron tanto hace sólo dos años. Un libro sobre Recep Tayyip el formidable, neosultán que paradójicamente podría conquistar la posteridad no resucitando a la manera islamista el Imperio Otomano sino cumpliendo la misión que se impuso Atatürk, caudillo de los turcos laicos:

Creo que Erdogan quiere hacer de Turquía una gran potencia. La respuesta de Ataturk a la pérdida de la grandeza otomana fue el laicismo autoritario: él hizo a Turquía más europea que la propia Europa para convertirla en una nación fuerte. La respuesta de Erdogan ha sido el recurso al islam y el autoritarismo, estrategia que amenaza romper la Turquía moderna.

(…) al generar crecimiento económico y acercar la renta turca a la europea, Erdogan ha estado más cerca del sueño de Atatürk que ningún otro líder turco. Si puede moderar su agenda política, pasará a la Historia como uno de los líderes turcos más notables e influyentes. Si no, será recordado como el que llevó su país al colapso. La decisión está en sus manos.

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Fuente: El Medio

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